Victoria siempre había querido tener un caballo que fuera suyo. A menudo salía a cabalgar con sus amigos y durante algunos años había tomado lecciones de equitación durante sus vacaciones en las colonias de verano. No obstante, anhelaba tener un caballo para cuidarlo y entrenarlo.
Su sueño se hizo realidad cuando una noche su padre le dijo que le había comprado un hermoso caballito blanco y negro. Pampero, tal era el nombre de su caballo, era un cruce de árabe y rocín. Tenía el coraje y la resistencia de un caballo árabe; y, como los rocines, mantenía su cabeza erguida y levantaba bien las manos cuando marchaba al paso.
Pero Pampero, que era muy brioso, había estado suelto pastando durante todo el invierno en el pastizal de un vecino. Cuando fueron por él, al escuchar el ruido de la puerta del remolque en el que iba a ser transportado, se espantó y echó a correr. Cuanto más intentaban agarrarlo, más se espantaba Pampero. Saltaba sin tino de un lado a otro y pateaba y corcoveaba tan violentamente que por fin tuvieron que desistir en su intento por temor a que se lastimara. Más tarde llamaron a tres hombres para someterlo y transportarlo en un camión.
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