Según la opinión humana, algunos niños nacen fuertes, con una excelente promesa de desarrollo intelectual; otros, en cambio, con debilidades de diferentes tipos. ¿ Representan tales opiniones un punto de vista definitivo acerca del futuro de un niño que muestra alguna debilidad congénita? ¿O existe un medio de liberarlo de la condenación de una deplorable perspectiva, destruyendo la anormalidad mental o las señas físicas que la mente humana pueda imprimirle? La Ciencia Cristiana da una respuesta afirmativa que puede demostrarse plenamente en la práctica.
Cualquier defecto o impedimento aparente que la inveterada creencia humana pretenda imponerle a un niño, aun antes de que nazca, es el resultado de la insistencia del sentido material del ser que declara que sus opiniones acerca del hombre y de su vida son exactas. Este sentido insiste en que el niño es un mortal material, concebido por padres materiales, que nacerá de la materia, y que, aun antes de su nacimiento, está sujeto a leyes materiales insensibles que, o bien le aseguran salud mental y física, o se la niegan por toda la vida.
Todo lo que este sentido equivocado conoce es materia y, en consecuencia, es incapaz de concebir la realidad como totalmente espiritual. Por lo tanto, funda sus nociones acerca del origen, la fuente de la capacidad, y la salud del hombre sobre la base ilusoria de materia viviente y de ley material. Conceptúa al hombre como un mortal sin esperanzas cuya salud, mentalidad y felicidad de toda su vida están predeterminadas por procesos biológicos que funcionan automáticamente.
Es un gran consuelo para los padres descubrir que esta creencia es falsa en sus premisas y en sus conclusiones. No describe al hombre como es en realidad sino meramente su inexacta representación material. La Ciencia Cristiana corrige este concepto falso y así anula sus lamentables efectos para bendición infinita de aquellos que, oprimidos por tales efectos, están dispuestos a investigar esta Ciencia del Cristo, la Verdad, extensamente comprobada.
La Ciencia Cristiana presenta una causa primaria e infinita, pero no como materia sino como Espíritu, la Mente divina, Dios; y al hombre como Su expresión o idea, como es en realidad. Por lo tanto, el hombre no es ni una pizca de materia inanimada sujeto al control tiránico de leyes materiales, sino que es un ser espiritual que procede directamente de la Mente y coexiste con ella. El hombre es en verdad el hijo de Dios, Su exacta imagen espiritual que posee por reflejo, en perfecta combinación y equilibrio individual, la inteligencia, el amor, la bondad y el poder de la Vida.
Mary Baker Eddy escribe acerca del hombre en Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras (pág. 63): “En la Ciencia el hombre es linaje del Espíritu. Lo bello, lo bueno y lo puro constituyen su ascendencia. Su origen no se halla, como el de los mortales, en el instinto animal, ni pasa él por condiciones materiales antes de alcanzar la inteligencia. El Espíritu es la fuente primitiva y última de su ser; Dios es su Padre, y la Vida es la ley de su existencia”.
El hombre expresa todas las cualidades y aptitudes de su fuente, el Principio divino, la Mente misma del hombre y del universo. La gracia del hombre, su eficiencia y su éxito, jamás están impedidos porque fue concebido y dotado por la Mente, y está sostenido, gobernado y protegido por la ley espiritual. Cada idea de la Mente, cada hombre individual, tiene el poder para expresar y utilizar al máximo en ininterrumpida continuidad la perfección, fortaleza, armonía, belleza y libertad congénitas e inherentes del ser.
Es posible que algunos síntomas de debilidad o deformidad congénita que aparezcan en un niño recién nacido, causen una fuerte impresión y un hondo pesar en los padres. Desde un punto de vista humano esto es comprensible. Pero si los padres ceden al mesmerismo del pesar aceptan como verdadero el testimonio de los sentidos y, al aceptarlo, lo fijan en sus propios pensamientos y, en consecuencia, en los del niño. En lugar de hacerlo debieran afirmar con comprensión la declaración básica que hace nuestra Guía (ibid., pág. 307): “El hombre no fue creado desde una base material, ni obligado a obedecer leyes materiales que el Espíritu nunca hizo; él está bajo la jurisdicción de estatutos espirituales, las leyes superiores de la Mente”.
Los padres pueden resistir la tentación de aceptar cualquier apariencia desalentadora que los induzca a creer que tal apariencia forma parte de la verdadera individualidad de sus hijos. Pueden hacerlo si se dan cuenta rápidamente de que aquello que están viendo no es ni más substancial ni real de lo que es la creencia falsa y temporaria de la tal llamada mente mortal que ve sus propias ilusiones como realidades, o sea, como un objeto o condición fuera de sí misma. La Ciencia Cristiana enseña que no hay materia fuera de la mente mortal, que la mente mortal es mortal, es decir, irreal e impotente porque no es sino una mentira acerca de la Vida y su manifestación; por lo tanto, sólo tiene el aparente poder de una mentira.
La Ciencia Cristiana ha demostrado en innumerables ocasiones que ambos, el falso concepto mortal y su aparente objetivación, desaparecen cuando con comprensión se los reemplaza con la idea espiritual del hombre. Si nos aferramos persistentemente a la única paternidad de Dios, la Mente divina, que concibió la idea divina, es decir la verdadera identidad del niño, veremos que a pesar de cualquier apariencia material contradictoria, esa identidad es ahora mismo perfecta en todo sentido. Está formada de manera perfecta, libre de idiosincrasias y perfectamente capaz de responder a todas las demandas que se le hagan.
También veremos claramente que, en realidad, el niño no está tocado por las llamadas leyes fisiológicas y médicas ni por otras falsas suposiciones de la mente humana. De esta manera podremos hacer frente con éxito a las sugestiones e intimidaciones de debilidad congénita.
Cuando al pasar Jesús vio a un hombre que había nacido ciego — evidentemente un trágico defecto congénito — ni por un instante compartió la creencia general que agresivamente le pregonaba que la debilidad congénita y hereditaria es, a menudo, el efecto de los pecados de nuestros antepasados y que Dios castiga al inocente por el culpable — creencias tan predominantes en nuestros días como lo eran entonces. Con la claridad y certeza nacidas de su comprensión natural del Cristo, el Maestro declaró: “No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él” (Juan 9:3).
Viendo solamente al hombre espiritual y la identidad impecable de éste, Jesús destruyó el mesmerismo de la ceguera y, de esta manera, le restituyó al hombre su divino patrimonio de salud y capacidad sin restricciones. La irrealidad de la enfermedad congénita también fue puesta a prueba fácilmente por Pablo cuando sanó al hombre que estaba “imposibilitado de los pies, cojo de nacimiento, que jamás había andado” (Hechos 14:8).
No existen tales casos de afecciones congénitas incurables porque no hay error que la Verdad no habrá de corregir. Nuestra capacidad para curar depende de nuestra disposición para volvernos resueltamente del testimonio agresivo de los sentidos mesméricos y completamente falsos, a nuestra aceptación inteligente de la Verdad. Tenemos el derecho de insistir en que la respuesta final respecto a la condición y futuro de un individuo no la da la materia, sino el Cristo.
