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El Conde de Bocanegra

Del número de julio de 2011 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Érase una vez, hace muchos, muchos años, un castillo inmenso en la cima de una montaña. Sus torres eran tan altas que casi nunca se podían ver enteras ya que las nubes solían taparlas. Tenía una muralla de piedras muy gruesas, un foso, donde seguramente había cocodrilos, y un puente levadizo que nunca se había visto bajar. No muy lejos del castillo había una aldea con casitas de madera y techos de paja.

Todo el mundo sabía lo malvado que era el dueño del castillo aunque nadie se había encontrado cara a cara con él. Se contaba que en realidad era un temido pirata que se había adueñado del lugar echando al verdadero Conde de Bocanegra, aunque la verdad es que nadie había visto ni al verdadero Conde ni al impostor. Se decía que pretendía recaudar tributos tan altos que a ningún aldeano le iba a quedar suficiente para comer. Pero lo cierto es que nunca había salido del castillo para venir a cobrarlos. Se contaba que entre sus planes siniestros pensaba traer a sus amigos piratas y regalarles las tierras de alrededor, pero por ahora nunca se había visto un pirata por esa zona. Se decía también que era despiadado y que tenía una hija a la que mantenía encerrada en una torre del castillo, sin comida y sin agua.

En una de las casas del pueblo vivía un niño llamado Daniel. Daniel era valiente y bondadoso. Una combinación muy recomendable, ya que hay chicos bravucones que siempre se atreven a hacer cosas malas, y hay otros niños que son bondadosos pero nunca se atreven a ser buenos con nadie. Daniel acababa de cumplir seis años y su primer diente nuevo ya empezaba a asomar; signos indiscutibles de que ya era grande.

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