Érase una vez, hace muchos, muchos años, un castillo inmenso en la cima de una montaña. Sus torres eran tan altas que casi nunca se podían ver enteras ya que las nubes solían taparlas. Tenía una muralla de piedras muy gruesas, un foso, donde seguramente había cocodrilos, y un puente levadizo que nunca se había visto bajar. No muy lejos del castillo había una aldea con casitas de madera y techos de paja.
Todo el mundo sabía lo malvado que era el dueño del castillo aunque nadie se había encontrado cara a cara con él. Se contaba que en realidad era un temido pirata que se había adueñado del lugar echando al verdadero Conde de Bocanegra, aunque la verdad es que nadie había visto ni al verdadero Conde ni al impostor. Se decía que pretendía recaudar tributos tan altos que a ningún aldeano le iba a quedar suficiente para comer. Pero lo cierto es que nunca había salido del castillo para venir a cobrarlos. Se contaba que entre sus planes siniestros pensaba traer a sus amigos piratas y regalarles las tierras de alrededor, pero por ahora nunca se había visto un pirata por esa zona. Se decía también que era despiadado y que tenía una hija a la que mantenía encerrada en una torre del castillo, sin comida y sin agua.
En una de las casas del pueblo vivía un niño llamado Daniel. Daniel era valiente y bondadoso. Una combinación muy recomendable, ya que hay chicos bravucones que siempre se atreven a hacer cosas malas, y hay otros niños que son bondadosos pero nunca se atreven a ser buenos con nadie. Daniel acababa de cumplir seis años y su primer diente nuevo ya empezaba a asomar; signos indiscutibles de que ya era grande.
Daniel, que había oído muchas veces las historias que se contaban sobre el castillo, un día se levantó con la firme resolución de entrar a rescatar a la hija del Conde. Sus amigos trataron de convencerlo para que se olvidara de esa locura, pero Daniel ya había comprobado que hacer las cosas bien no siempre es hacer lo que los amigos proponen. Les dio las gracias por los consejos y emprendió la caminata. Caminó y caminó hasta que llegó al castillo. Desde tan cerca se veía más alto todavía, y al mirar hacia arriba daba la sensación de que las torres se venían abajo. El lugar estaba solitario y frío, y Daniel estaba a punto de arrepentirse de haber ido hasta allí.
Como el foso estaba seco y no había rastro de cocodrilos, trató de treparse por el muro de piedra pero no había de dónde agarrarse. Intentó mover el puente pero sólo logró cansarse un poco más. Entonces tuvo una buena idea, algunos lo llaman “inspiración”; se le ocurrió bordear el muro de piedra y efectivamente, del otro lado, encontró una pequeña puerta de madera, por la que pudo entrar con toda facilidad.
Una vez adentro, nuevamente, casi lo atrapa el miedo, pero recordó que aunque no llevaba ninguna espada, tenía consigo un poder, el único que nadie podía derrotar, y era el poder de Dios. Podía estar tranquilo porque Dios estaba con él. Daniel sabía que Dios era el que le había dado la idea de llegar hasta el castillo, el que le daba la inteligencia y la valentía, y le decía cómo hacer las cosas bien.
Había dado sólo unos pocos pasos cuando, de pronto, sintió una mano grande y fuerte que lo agarró por el hombro. No necesitó mirar de quién era la mano. ¡Se había encontrado con el mismo Conde de Bocanegra! Daniel no sabía si darse vuelta o salir corriendo. (Si sus amigos hubieran estado allí, le hubieran dicho: ¡Corre, Daniel, huye mientras puedas!) Pero antes de que Daniel decidiera qué hacer, el dueño de la mano le preguntó:
—¿A qué parte de mi castillo te diriges con tanta prisa?
Daniel siempre contestaba cuando alguien le preguntaba algo, pero esta vez, por el susto, la voz no le salía. ¿Ustedes creían que los valientes nunca tienen miedo? Pues déjenme contarles que sí se asustan, todos sentimos miedo alguna vez. Pero cuando uno es valiente busca pensamientos para hacer que el miedo se calle y así poder encontrar una solución.
Daniel pensó en el poder de Dios que lo protegía. Se dio vuelta hacia el hombre y con voz muy firme le gritó:
—¡Sea usted quien sea, yo no le tengo miedo y voy a hacer lo que he venido a hacer!
El Conde lo miró amablemente, se sonrió y le dijo:
—Ya me imaginaba que no me tenías miedo, si no, no hubieras venido a visitarme.
Entonces Daniel supo inmediatamente que todo lo que le habían contado del malvado Conde era mentira. Y si el Conde no era malvado y retorcido como contaba la gente, tampoco debía de tener a su hija encerrada en una torre del castillo. Y si tenía una hija, seguro que le daba de comer.
Después de disculparse con el Conde, éste le presentó a su hija, Priscila, que de ahí en adelante sería la mejor amiga de Daniel. Priscila era una niña un poco tímida y no tenía muchos amigos. No iba a la escuela pero un maestro de una ciudad cercana venía al castillo para enseñarle. Nunca había visitado el pueblo porque había oído que allí la gente no hablaba muy bien de su padre. En todo caso, Priscila era bonita, muy simpática y se veía que comía bien.
Daniel salió esa tarde para su casa con una alegría inmensa. Se había divertido mucho y prometió a Priscila visitarla con frecuencia. Pero sobre todo, se sentía libre por haber roto una mentira. Las mentiras son como los globos, se rompen en muchos pedazos apenas uno las pincha con la verdad. Había aprendido a no creer siempre lo que la gente cuenta, sino a escuchar más a Dios.
Esa noche al acostarse, recordó todos los juegos que hizo con Priscila y desde su cama contempló el castillo que se dibujaba en la penumbra. El castillo seguía siendo muy alto y escondido entre las nubes, pero Daniel sabía cómo era por dentro y quiénes vivían en él. Y un sentimiento de alegría y no de temor, lo arrulló hasta quedarse dormido.
