Recientemente, he notado que en las noticias hay cada vez más advertencias acerca de los peligros de ser alcanzados por un rayo. Esto me recordó una experiencia que tuve en mi niñez.
En aquel entonces, yo tenía nueve años, y fui con mis padres de vacaciones de verano a Baviera. Este era nuestro primer viaje juntos, después de que terminara la Segunda Guerra Mundial. Nos quedamos en un camping. A todos nos encantaba estar al aire libre y disfrutar de las espectaculares vistas de los Alpes. Una noche, justo cuando estábamos por irnos a dormir en nuestra tienda de campaña, notamos que se aproximaba una tormenta eléctrica.
Durante cerca de una hora la tormenta se fue acercando cada vez más. De pronto el cielo se iluminó, y un rayo cayó con un ruido ensordecedor muy cerca de donde nos encontrábamos. Estaba tan claro como si fuera de día. Daba temor, y todos nos preguntábamos qué había ocurrido. Yo, en particular, tenía mucho miedo. En aquella época, no conocía la Ciencia Cristiana, y mis padres tampoco. Pero empecé a orar, con todo el fervor de un niño de 9 años. Oré a Dios pidiéndole que nos protegiera a mí y a mis padres, mientras trataba de apartar mi pensamiento del temible despliegue de las fuerzas de la naturaleza. Intuitivamente sabía que todos estábamos bajo el cuidado de Dios, y que podíamos confiar en Su omnipotencia protectora. Y justo cuando los relámpagos iluminaban el cielo, ¡mi pensamiento también comenzó a llenarse de luz! Mi temor disminuyó, y me sentí seguro. Dejé de preocuparme y en lugar de eso confié en Dios. Todos estábamos muy despiertos, pero ya no sentíamos miedo; más bien, nos sentíamos maravillados ante ese espectáculo de la naturaleza. Y nos sentimos seguros y en paz. En las palabras del Salmista: “El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo al Señor: Esperanza mía, y castillo mío; mi Dios, en quien confiaré” (Salmos 91:1, 2).
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