Hace años, después de escuchar la noticia de un horrible suceso, una pariente exclamó: “¡Ahora sabemos que el mal es real!”. Fue tentador en ese momento estar de acuerdo con ella. La evidencia de la discordia, el odio y la venganza era evidente.
Sin embargo, a pesar de lo perturbadoras que fueron las imágenes del suceso, me rebelé mentalmente contra esta declaración de que el mal es real. Pero se necesitaba más. Simplemente descartar la aparente realidad y poder del mal sería indiferente e insensible, como hacer la vista gorda ante el sufrimiento humano. Sabía en mi corazón que Dios es el único poder. Y como Científica Cristiana, sentí que era un error no reconocer la presencia y el poder de Dios, el Amor divino, en cualquier situación. La demanda del momento era que reconociera la dominante autoridad del Amor divino y comprendiera que ninguna sugestión de que hay realidad en el mal podía ser la última palabra.
Cristo Jesús era capaz de rechazar una imagen hipnótica y material de cualquier situación porque debe de haber sabido que ver como Dios, el Espíritu, ve, muestra que la única visión verdadera es espiritual. Cuando fue confrontado por diez leprosos (véase Lucas 17:11-19), Jesús no expresó consternación ni alarma. Aquellos a su alrededor quizá hayan visto a diez hombres enfermos: impuros, rechazados y tal vez incluso condenados por Dios. Pero Jesús vio y sintió sólo lo que Dios estaba siendo y haciendo. Como explica Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, él “contemplaba en la Ciencia al hombre perfecto, que a él se le hacía aparente donde el hombre mortal y pecador se hace aparente a los mortales” (Mary Baker Eddy, págs. 476-477). Y los leprosos fueron sanados.
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