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ARTÍCULOS

El lugar donde vemos y escuchamos a Dios

Del número de septiembre de 2022 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Apareció primero el 6 de junio de 2022 como original para la Web.


Hace años, después de escuchar la noticia de un horrible suceso, una pariente exclamó: “¡Ahora sabemos que el mal es real!”. Fue tentador en ese momento estar de acuerdo con ella. La evidencia de la discordia, el odio y la venganza era evidente. 

Sin embargo, a pesar de lo perturbadoras que fueron las imágenes del suceso, me rebelé mentalmente contra esta declaración de que el mal es real. Pero se necesitaba más. Simplemente descartar la aparente realidad y poder del mal sería indiferente e insensible, como hacer la vista gorda ante el sufrimiento humano. Sabía en mi corazón que Dios es el único poder. Y como Científica Cristiana, sentí que era un error no reconocer la presencia y el poder de Dios, el Amor divino, en cualquier situación. La demanda del momento era que reconociera la dominante autoridad del Amor divino y comprendiera que ninguna sugestión de que hay realidad en el mal podía ser la última palabra. 

Cristo Jesús era capaz de rechazar una imagen hipnótica y material de cualquier situación porque debe de haber sabido que ver como Dios, el Espíritu, ve, muestra que la única visión verdadera es espiritual. Cuando fue confrontado por diez leprosos (véase Lucas 17:11-19), Jesús no expresó consternación ni alarma. Aquellos a su alrededor quizá hayan visto a diez hombres enfermos: impuros, rechazados y tal vez incluso condenados por Dios. Pero Jesús vio y sintió sólo lo que Dios estaba siendo y haciendo. Como explica Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, él “contemplaba en la Ciencia al hombre perfecto, que a él se le hacía aparente donde el hombre mortal y pecador se hace aparente a los mortales” (Mary Baker Eddy, págs. 476-477). Y los leprosos fueron sanados. 

San Pablo escribió: “Aunque andamos en la carne, no militamos según la carne; porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas” (2 Corintios 10:3, 4). Las “armas” de las que habla Pablo son espirituales: las cualidades a las que todos tenemos acceso a través de nuestra relación inseparable con Dios. La paz, la compasión, la fortaleza, el valor, la paciencia y la confianza en el bien son atributos divinos naturales para cada uno de nosotros como ideas de Dios.

Pablo también les dijo a los primeros cristianos en Corinto que eran “el templo del Dios viviente”, comunicándoles que necesitaban “salir” del mundo, es decir, estar separados de los caminos y medios mundanos (2 Corintios 6:16, 17). Seguir a Cristo significa confiar en el poder espiritual y expresar la naturaleza de Dios a través de la pureza, la justicia y el amor. 

Una definición de templo es “un lugar en el que la presencia divina especialmente reside” (Noah Webster, American Dictionary of the English Language, 1828). Cumplir con nuestra verdadera identidad espiritual como el “templo del Dios viviente” significa reconocer que las cualidades de Dios se expresan allí mismo donde estamos. La práctica y curación cristianas comienzan cuando abrazamos la presencia del bien divino y nos mantenemos firmes a favor del poder espiritual. El amor, la confianza y el valor pueden ser invisibles para el ojo humano, pero aportan un significado real y duradero a la experiencia humana.

Se ha dicho que la iglesia es un “laboratorio” para la experiencia humana, y hace un tiempo sirvió como el lugar donde aprendí una lección invaluable al confiar en el gobierno de Dios. La Sociedad de la Ciencia Cristiana a la que asistía estaba envuelta en un debate divisivo. Nuestro pequeño grupo, anteriormente muy unido, parecía estar desmoronándose al no lograr ponerse de acuerdo sobre una decisión importante. Se dijeron palabras duras, se lastimaron los sentimientos y las amistades sufrieron. Algunos hablaron de irse, otros de la necesidad de que todos se doblegaran a un punto de vista en particular u otro. 

Yo estaba orando constantemente. Sabía que esta imagen de la iglesia como una organización social más o menos funcional no era la realidad, porque no evidenciaba la presencia y el poder de Dios. Mentalmente reemplacé la imagen de la contienda con la idea espiritual del gobierno irresistible de Dios. Dios como el Amor divino es omnipresente, universal; Dios como la única Mente derrama inteligencia a todas Sus ideas; como Alma, Dios nos inspira y nos asegura que no puede haber falta ni pérdida del bien. 

Mientras tanto, nada parecía estar sucediendo. Todos aparentemente se mantenían firmes en la oposición. Cuando parecía que no podíamos avanzar, acordamos considerar y votar respecto a las opciones en la próxima reunión de miembros.

Cuando nuestros pensamientos están imbuidos de la Verdad y el Amor divinos, pueden traer calma y seguridad a quienes nos rodean, e incluso a aquellos que no conocemos.

En el período previo a la reunión, todavía no había cambios evidentes. No había ninguna razón aparente para esperar que la reunión saliera bien, y mucho menos que se resolviera la cuestión de manera armoniosa. Sin embargo, cada vez que la discordia me venía al pensamiento, continuaba insistiendo en la omnipresencia de la dulce concordia de Dios, en confiar en Su desenvolvimiento de nuestra experiencia en la iglesia. Pensando en lo que dijo Pablo —que todos somos el templo del Dios viviente— resistí la tentación de ver a los miembros como algo menos que lugares donde se expresaba la propia naturaleza amorosa e inteligente de Dios.

Cuando comenzó la reunión, todos nos sentamos juntos, y una solución que previamente se había descartado recibió un voto unánime de “sí”. No se dijo ni una palabra sobre lo que había pasado antes. Estábamos, como dice en el libro de los Hechos, “todos unánimes juntos” (2:1).

Lo que parecía una sólida evidencia de discordia resultó no tener inteligencia o sustancia real. Como expresó la Sra. Eddy en un artículo titulado “Amad a vuestros enemigos”: “Todo aquello que purifica, santifica y consagra la vida humana, no es un enemigo, por mucho que se sufra en el proceso. Shakespeare escribe: ‘Dulces son los usos de la adversidad’” (Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 8).

En los mejores y peores tiempos, el Amor está ahí. El Amor es lo que nos identifica más verdaderamente. El Amor es lo que revela la presencia de Dios incluso cuando las cosas parecen más adversas. Cualquier sufrimiento por el que podamos pasar en el camino para abandonar una visión profana de lo que está sucediendo se disuelve ante la luz del Amor.

Para encontrar este sentido espiritual, debemos hacer una pausa, silenciar el ruido de la mente carnal —la creencia en una inteligencia material opuesta a la Mente divina— y su mesmerizante narrativa de condenación, odio y miedo. Al entrar mentalmente en lo que Jesús llama el “aposento” de la oración (véase Mateo 6:6), podemos escuchar lo que Dios tiene que decir acerca de Su creación. Al recordar las enseñanzas de Jesús y sus pruebas del cuidado amoroso de Dios, cedemos al poder omnipresente del Amor divino. Y luego vivimos para que esta comprensión espiritual se exprese en nuestras palabras y hechos.

En lugar de lamentar el incremento y aparente poder de este o aquel mal en particular en nuestra iglesia, nuestro lugar de trabajo, nuestra comunidad o la sociedad en general, podemos tomar nuestras armas espirituales y mantenernos firmes contra la desesperación. Como las palabras en el Himnario de la Ciencia Cristiana prometen: 

A veces vemos asomar 
por entre el mal, eterno bien; 
firme es del hombre el progresar 
desde que el mundo comenzó.
(John Greenleaf Whittier, Himno 238)

Cuando nuestros pensamientos están imbuidos de la Verdad y el Amor divinos, pueden traer calma y seguridad a quienes nos rodean, e incluso a aquellos que no conocemos. Aférrate fuertemente a ese sentido espiritual que Dios da, y descubrirás que la esperanza no es una trampa. Realmente somos el lugar donde vemos y escuchamos a Dios.

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