¿Quién no ha tenido un día en el que la sensación de carga era tan abrumadora que deseábamos que el día terminara antes de comenzar? La presión y el estrés de la familia, los negocios, los desafíos personales, el dolor o la tristeza pueden parecer implacables y hacernos sentir impotentes.
Había una mujer en la Biblia que probablemente se despertaba con ese sentimiento todos los días (véase Lucas 13:10-13). Leemos que ella “desde hacía dieciocho años tenía espíritu de enfermedad, y andaba encorvada, y en ninguna manera se podía enderezar”. La descripción de su dolencia como un “espíritu de enfermedad” sugiere que había algo en el pensamiento que se estaba manifestando en su cuerpo y experiencia. ¿Eran las preocupaciones mundanas las que la agobiaban tanto que no podía mantenerse erguida? ¿Una tragedia personal? ¿Falta de amor?
Nunca lo sabremos, pero sí sabemos que, al verla, Jesús “la llamó” y luego le habló con la autoridad del amor perfecto de Dios: “Eres libre de tu enfermedad”. El relato después dice que “puso las manos sobre ella; y ella se enderezó luego, y glorificaba a Dios”.
¿No sería maravilloso si, como Jesús, pudiéramos liberar a nuestros hermanos y hermanas de las cargas que llevan?
Con una palabra y un toque compasivos, esa pesada carga desapareció. ¿No sería maravilloso si, como Jesús, pudiéramos liberar a nuestros hermanos y hermanas de las cargas que llevan? Tal vez sea un ser querido, o un pueblo oprimido al otro lado del mundo. Aunque las imágenes que vemos pueden parecer condiciones físicas o morales obstinadas, son realmente impedimentos mentales basados en una falsedad, como la enfermedad que agobiaba a la mujer que Lucas describió. Por lo tanto, podemos disipar estas imágenes tan fácilmente como lo hizo Jesús, mediante la oración y con autoridad espiritual.
Las cargas que llevamos provienen de creencias que forman lo que pensamos, sentimos o vemos, pero no son lo que Dios piensa, siente o ve. Pensamientos como el miedo, el orgullo, la animosidad, la sensualidad y los celos fomentan un sentido de separación de Dios. Pero Él no hace estos pensamientos, son nada haciéndose pasar por algo. Estas creencias o sugestiones nos abandonan a nosotros y a los demás cuando vemos lo que Dios ve en cada uno de nosotros: Su imagen y semejanza.
Entonces, si vemos a un hermano o hermana sufriendo bajo una opresión, ¿cuál puede ser nuestra respuesta? ¿Podemos amar como lo hizo Jesús al “no ver” mentalmente lo que los sentidos físicos informan y afirmar lo que Dios, la Mente divina, conoce? Por difícil que parezca refutar lo que parece ser una evidencia innegable, es posible y necesario hacerlo. Mary Baker Eddy escribe: “Tenemos pruebas abrumadoras de que la mente mortal pretende gobernar todos los órganos del cuerpo mortal. Pero esta así llamada mente es un mito, y por su propio consentimiento tiene que ceder a la Verdad. Empuñaría el cetro de un monarca, mas es impotente. La Mente divina e inmortal le quita toda su supuesta soberanía, y salva a la mente mortal de sí misma” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, págs. 151-152). Mantener pensamientos piadosos sobre todos los que vemos, y revertir mentalmente las sugestiones negativas, ayuda a eliminar las cargas que plagan a la humanidad.
Fui el beneficiario de dicho amor cuando un amigo me ayudó a eliminar una carga que había estado llevando durante algún tiempo. Había luchado con un dolor paralizante en una rodilla que me dificultaba caminar o subir por cualquier tipo de pendiente. Aunque estaba orando, la condición empeoró. Esperaba ser sanado, pero a veces me sentía tentado a creer que lo mejor que podía hacer era simplemente “manejar” el dolor. Soy un ávido corredor y ciclista, por lo que comencé a hundirme cada vez más en la autocompasión.
Un día, después de la reunión de mitad de semana en nuestra filial local de la Iglesia de Cristo, Científico, este amigo me invitó a ir con él a pasear en bicicleta. Nunca lo habíamos hecho juntos, y me invitó porque deseaba que nos conociéramos mejor. En cualquier otra ocasión habría aprovechado la oportunidad, pero debido al desafío con el que estaba lidiando, le agradecí la invitación y no acepté.
Semanas después, me hizo nuevamente la misma oferta. Como seguía luchando con el dolor, una vez más me negué. Afortunadamente, él no se rindió, y volvió a invitarme tiempo después. Fue entonces que le expliqué lo que me impedía hacerlo. Él respondió con tanto amor que fue como si un ángel estuviera disolviendo mi resistencia. Él dijo: “No se trata de lo lejos que lleguemos. Iré tan rápido o tan lejos como te sientas cómodo”. Su renuencia a legitimar mi temor apartó a éste totalmente de mí. En ese momento, supe que este problema sanaría, y acepté ir con él.
Esto me impulsó a orar aún más. Me di cuenta de que mi temor se basaba en la falsa narrativa de que estaba separado de Dios y experimentando algo que Él no creó ni conocía. El miedo se basa en una imposibilidad, pensé, y por lo tanto no tiene fundamento.
Oré de esta manera hasta el día del paseo. Cuando saqué mi bicicleta del soporte, el miedo me tentó a echarme atrás. Pero, como si fuera un niño contemplando saltar desde un trampolín, me di cuenta de que no había mejor momento que ahora para demostrar que el miedo no tenía dominio sobre mí. Monté la bicicleta y comencé a andar. Para mi sorpresa, tenía muy poco dolor.
El amor fraternal de mi amigo y su negativa a rotularme con la creencia de la discapacidad ayudaron a eliminar mi carga.
Para encontrarme con mi amigo, tenía que subir una colina empinada. Al acercarme a ella, continué afirmando que una expresión de amor solo podía resultar en la recompensa del Amor divino, y que no podía haber ningún castigo por confiar en Dios, que es el Amor mismo. Escalé la colina con relativa facilidad. Para cuando mi amigo y yo nos encontramos, estaba libre de dolor. Hicimos un recorrido maravilloso, de hecho, ¡ambos nos sorprendimos de lo lejos y lo rápido que fuimos! Una semana después me invitaron a unirme a un grupo de ciclistas experimentados que recorrían largas distancias. A pesar de que este sería mi primer viaje largo en un par de años, me uní al grupo y nunca sentí dolor. Estaba sano. Y he recorrido miles de kilómetros desde entonces con perfecta libertad.
Fue el amor fraternal de mi amigo y su negativa a rotularme con una creencia de discapacidad lo que ayudó a eliminar esa carga. También me ayudó a ver más claramente que Jesús no estaba en el negocio de mejorar cuerpos humanos. Él estaba en el negocio de quitar las cargas mentales: el miedo, la duda, la culpa, la autocompasión y la voluntad propia que ocultan nuestra perfección divina como Su imagen y semejanza.
¿Crees que no sabes lo suficiente de la Ciencia Cristiana como para eliminar cargas? Eso también es una carga que debe eliminarse. Todos estamos en el camino de profundizar nuestra comprensión de Dios, lo que nos permite hacer esto naturalmente. Y nunca tenemos que dudar de la eficacia de nuestras oraciones, por más simples que puedan parecer. La Sra. Eddy dice: “Cuando el pensamiento mora en Dios —y no debiera, en lo que a nuestra consciencia respecta, morar en ninguna otra parte— no podemos sino beneficiar a los que ocupan un lugar en nuestro recuerdo, sean éstos amigos o enemigos, y cada uno ser partícipe del beneficio de esa irradiación”. (Escritos Misceláneos, 1883-1896, pág. 290).
Es un privilegio y una alegría eliminar las cargas. Tal amor contribuye en gran medida a eliminar las cargas que afligen a la humanidad. Nos acerca a todos a ser testigos del reino de los cielos en la tierra, con todos nuestros hermanos y hermanas rectos, sanos y libres.
