Hace varios años, sin razón aparente, comencé a experimentar un insomnio agudo. Mientras que en el pasado podía quedarme dormida en cuestión de minutos, de repente tardaba muchas horas para conciliar el sueño. No importaba cuánto tiempo estuviera en la cama, nunca me sentía descansada.
A medida que pasaba el tiempo, me sentía cada vez más agotada e incapaz de hacer frente a múltiples aspectos de mi vida. De niña, había asistido a una iglesia cristiana en Colombia, y había ido a su Escuela Dominical, pero nunca se me había ocurrido volverme a Dios en busca de ayuda. De hecho, estaba convencida de que el insomnio era un castigo por algo que debía haber hecho mal. Recurrí a todo tipo de remedios materiales tales como antidepresivos, melatonina y hasta un relajante muscular altamente adictivo obtenido ilegalmente. También bebí cerveza y leche tibias por consejo de algunos amigos bien intencionados, lo que me pareció ineficaz y desagradable. Cuando estos remedios no lograron ayudarme, como último recurso, permanecí en una clínica psicosomática durante seis meses. Me sentía tan desesperada que estaba dispuesta a probar cualquier cosa. A pesar de todos estos esfuerzos, seguía luchando contra el insomnio.
Once años más tarde, mientras vivía en San Diego y todavía lidiaba con este problema, una pareja muy querida de Munich vino a visitarme. Me presentaron a una pariente lejana suya que acababa de mudarse a mi ciudad. Me advirtieron que si bien esta mujer era muy amable, pertenecía a una religión “extraña”, y me aconsejaron que no hablara sobre religión con ella. Antes de conocerla en persona, había tenido la oportunidad de hablar varias veces por teléfono con ella, y cada vez que lo hice me dio la impresión de ser muy amable. Sin embargo, como temía que pudiera pertenecer a un culto, me aseguré de no mencionar a Dios en absoluto.
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