“Las señales y las maravillas que el Dios Altísimo ha hecho conmigo, conviene que yo las publique” (Daniel 4:2). En cierta ocasión mientras acarreaba agua para dar de beber a mi caballo que pastoreaba en un campo de pasto verde y fresco, decidí cortar camino y en el cual debía atravesar un enmohecido alambrado de púa. Una de las púas me penetró en una pierna perforándome una vena de la cual perdí rápidamente mucha sangre. Al primer momento me sentí embargada por la aprensión, pensando que a lo mejor el alambre herrumbrado podría ser peligroso. Al momento refuté este pensamiento erróneo, me lavé la pierna y no dije nada a nadie respecto al incidente.
Pasó una semana, y como de costumbre caminé mucho, sin sentir molestia alguna. Luego salí de vacaciones y durante el viaje que fué de ochocientas millas comencé a sentir dolores toda vez que caminaba. No mencioné este hecho a mis acompañantes, pero me esforcé por percibir la verdad absoluta.
Cuando llegamos a nuestro destino era ya obscuro, y nadie notó cuán difícil me era caminar. El gozo y la gratitud me habían acompañado durante todo el viaje. Sin embargo al otro día era evidente que se había desarrollado una toxemia. No me podía levantar, y tanto era el dolor que sentía que ni me era posible gobernar mis pensamientos correctamente.
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