De los primeros patriarcas bíblicos, Abram, llamado más tarde Abraham, es sin duda el más notable. A pesar de que la fecha y aún el siglo de su nacimiento son inciertos, existen razones que substancian la creencia de que vivió más o menos en el año 1900 a.c. Habiendo venido de Ur, una ciudad de la Babilonia o de Caldea cuyas ruinas han sido identificadas en Iraq, indica su lugar de nacimiento, como a 19 kilómetros del cauce del río Eufrates, y a más o menos 240 kilómetros de su desembocadura.
Las excavaciones arqueológicas han traído a luz inscripciones que muestran que en los tiempos de Abraham, la ciudad de Ur era rica y próspera. Muchos de sus edificios públicos han sido desenterrados también, y son notables en especial las ruinas de un gran templo construído en honor de “Sin”, el dios de la luna. En el Talmud existe una antigua tradición que dice que el padre de Abram, Taré, era hacedor de ídolos y que Abram ya de niño se rebelaba contra ellos. Aún cuando se acepte o no la exactitud literal de este relato, parecería prefigurar el espíritu de independencia y de religión verdadera que el patriarca había de manifestar más tarde a pesar de los antecedentes aparentemente paganos de su familia.
A su debido tiempo Taré hizo planes para inmigrar a la tierra de Canaán, mas en vez de dirigirse unos 960 kilómetros al oeste cruzando el desierto asirio, él siguió la ruta acostumbrada que era más larga, la cual seguía el valle del río Eufrates hasta llegar a Carán, en la Mesopotamia, a más o menos 880 kilómetros al noroeste de la ciudad de Ur y tal vez a 200 kilómetros al noreste de la ciudad de Aleppo. Entre aquellos que acompañaron a Taré se encontraban Abram y su esposa, que en aquella época se llamaba Sarai. Taré tenía toda la intención de ir a Canaán, pero su muerte impidió el cumplimiento de su propósito (véase Génesis 11:31, 32).
Su hijo mayor, Abram, le sucedió como guía del grupo y sin duda la decisión de si el grupo debía seguir viajando era su responsabilidad. No sabemos cuánto tiempo permaneció Abram en Carán, mas el llamado que él había recibido del Señor posee eterna significación y ha sido relatado en estas potentes palabras del Génesis (12:1, 2): “Véte de tu tierra, y del lugar de tu nacimiento, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre; y tu serás una bendición.”
Al considerar la prontitud con que Abram respondió a este llamado a la acción, es menester notar el valiente espíritu pionero que le impulsaba y que se demostraba en su buena voluntad de dejar los grandes edificios y la prosperidad ya establecida aunque idólatra de Ur. Ahora a la edad de setenta y cinco años lo vemos emprender audazmente un viaje a una tierra desconocida y distante, donde tendría que vivir en tiendas de campaña, como también lo harían más tarde su hijo Isaac y su nieto Jacob “coherederos de la misma promesa: porque esperaba la ciudad que tiene los cimientos; cuyo arquitecto y hacedor es Dios” (Hebreos 11:9, 10). La fe, la obediencia y la confianza en el apoyo divino fueron por cierto la base de su éxito, como también constituyeron los cimientos de la ciudad espiritual que él contemplaba, y éstas fueron las cualidades que hicieron de él el fundador y el padre del pueblo escogido.