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La paternidad verdadera

Del número de enero de 1967 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


La paternidad puede ser portadora de una de las mayores alegrías en la experiencia humana, puede estar llena de esperanzas y expectativas y verse recompensada por dulce compañía y por el intercambio del amor. También puede constituir una de las mayores desilusiones de la vida y resultar en la frustración de la esperanza.

Movidos por el amor hacia sus hijos, confrontados con un sentido de ineptitud para hacer frente a las múltiples demandas espirituales que se les presentan, y conscientes de la incertidumbre de la vida material, a menudo los padres jóvenes despiertan a comprender la necesidad de apoyarse en el poder sostenedor del Amor divino. Abandonan entonces los planes humanos y buscan en el Amor la orientación que necesitan para moldear las vidas jóvenes que han sido confiadas a su cuidado.

Por cierto que son afortunados los padres que aprenden en la Ciencia Cristiana que Dios, el Amor ilimitado, crea y mantiene a todas Sus ideas y que Dios no sólo es Padre, sino también Madre. En el capítulo 66 del libro de Isaías leemos este mensaje de Dios: “¡Como alguno a quien su madre consuela, así os consolaré yo a vosotros!” En Ciencia y Salud, Mrs. Eddy escribe (pág. 507): “El Espíritu alimenta y viste debidamente todo objeto, según aparece en la línea de la creación espiritual, así expresando tiernamente la paternidad y maternidad de Dios”.

El amor, la paciencia y la bondad que los padres expresan hacia sus hijos reflejan el amor de Dios. A medida que se desprenden del sentido humano de paternidad y reconocen que, en realidad, un niño es una idea de Dios, una con el Padre celestial — como Cristo Jesús lo enseñó —, los padres, si bien satisfacen con ternura las necesidades humanas del niño, aprenden a dejarlos bajo el cuidado de Dios. Comprenden que Dios, en Su sabiduría y gozo infinitos, vela por todas Sus ideas, las cuales nunca se desvían de Su santo propósito ni dejan de expresar la actividad de la Mente divina.

Aun cuando acarician la dulce dependencia que sus bebés les manifiestan, los padres no esperan, por cierto, mantenerlos dependientes de ellos, sino que comienzan a darles su libertad ya en los primeros años. Evitan el sentimentalismo excesivo, el sentido de posesión y el temor injustificado; y, hacen del hogar el lugar querido al cual el niño regresa de la escuela o de sus juegos para recibir el elogio por su desempeño, la bondadosa corrección por sus errores y el consuelo cuando lo necesita.

Los padres que velan por el bienestar de sus hijos no pasan por alto ni excusan la falta de atención o el mal desempeño en la escuela, sino que señalan la satisfacción y recompensas que se obtienen cuando uno se esfuerza por expresar el nivel más elevado de su capacidad. Y en cualquier momento que los niños experimentan dificultades, los padres inteligentes los alientan para que se tornen prestamente a Dios, recordándoles la omnipresencia del amor de Dios y señalándoles la irrealidad de todo lo que no sea el bien.

En su obra “Retrospección e Introspección,” Mrs. Eddy escribe (pág. 90): “La verdadera madre nunca descuida voluntariamente a sus hijos durante sus tempranas y sagradas horas, confiándolos al cuidado de una niñera o de una persona extraña. ¿Quién puede sentir y comprender las necesidades de su bebé como la vehemente madre?”

Cuando el niño da su primer paso en el mundo, más allá del hogar, y asiste a la escuela, los padres experimentan un sentimiento tanto de gozo como de renuencia. Más tarde, cuando el joven comienza, por ejemplo, a participar en las actividades escolares — tales como los deportes —, los padres que comprenden que su hijo, en verdad, mora en el Amor infinito, lo apoyan con alegría y se sienten seguros de su bienestar y protección. Los padres saben que esta actividad será valiosa para el desarrollo de su hijo porque a través de ella él aprenderá a obrar con disciplina, a trabajar en conjunto y a ser humilde.

La imagen familiar del cisne con su pequeña cría sobre el lomo nos recuerda esta expresión de la Biblia (Deuteronomio 33:12): “El amado de Jehová habitará junto a El; Dios le dará su protección todo el día, y entre sus hombros él habitará.”

Los padres que son estudiantes de la Ciencia Cristiana mantienen en su pensamiento una imagen más santa que la del pequeño cisne descansando sobre el lomo de su madre. Ellos reconocen la bondadosa maternidad y paternidad de Dios, Su omnipotencia y omnipresencia. Se recuerdan a sí mismos una y otra vez que el amor de Dios, por ser infinito, no admite lugar alguno para el mal ni le otorga inteligencia o poder para actuar.

Estos padres están conscientes de la verdadera identidad de su hijo como idea incorpórea, por siempre morando segura bajo el cuidado de Dios. En la realidad absoluta del ser no existe un niño corpóreo que pueda ser lastimado o lesionado. Toda la actividad de la persona espiritual tiene lugar en el reflejo de la Mente omniactiva, en la cual todo es armonía y paz.

Los padres que ven a su hijo como reflejo de Dios no pueden pensar que el hijo de un vecino sea algo menos que la idea de Dios. No pueden — por orgullo de familia o de posición — permitir que un niño mire a menos a otro, sea cual fuere su posición social, raza o nacionalidad. Ellos saben que si lo permitieran estarían alentando en el niño un sentido erróneo de superioridad. Asimismo los padres se cuidan de señalar que tampoco debe ser aceptada una sugestión de inferioridad. El que está aprendiendo en la Ciencia Cristiana que Dios es su Padre y su Madre, comprende que el hombre, creado a la imagen de Dios, emana del Principio divino y posee una herencia e historia espirituales.

El niño que sabe que sus padres lo contemplan como idea de la Mente, no sólo aprecia mejor su propio valer, sino que se siente más seguro en el amor de ellos. El niño se muestra, asimismo, más dispuesto a obedecer cuando los padres le señalan que aquello que se obedece es, en verdad, la ley de Dios y no meramente los dictados de una persona o de la voluntad humana. La confianza que los padres depositan en el niño obra muchas veces como protección frente a la tentación.

El abandono de la voluntad humana restrictiva y del excesivo planear humano, así como el estar conscientes de que Dios gobierna todas las acciones de Sus hijos, anulan las limitaciones humanas y contribuyen a establecer en los niños un sentimiento de afecto y respeto hacia sus padres. Los niños educados de esta manera rara vez alejan su pensamiento del hogar; en cambio un sentido forzado del deber, impuesto por la voluntad humana, los lleva a veces a anhelar la libertad y a buscarla por caminos desviados.

Los padres inteligentes no tratan de dominar a sus hijos, ni tampoco de satisfacer sus propias ambiciones no cumplidas o sus frustraciones mediante un exagerado manejo de las carreras o talentos de sus hijos. Si una madre, por ejemplo, desea que su hija llegue a ser maestra, no se sentirá desilusionada si su hija resuelve escoger una carrera comercial.

Aunque diligentes en corregir los modales incorrectos y los defectos de carácter, los padres permiten que sus hijos desarrollen sus talentos de modo individual bajo la orientación de Dios. Ellos saben que cada idea tiene una identidad y un propósito distintos, así como los números poseen su propio valor y ubicación en las matemáticas. Los padres saben que Dios, en Su sabiduría infinita, siempre está manteniendo a Su idea en la Vida eterna y en el Amor inagotable.

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