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[Para niños] [Original en francés]

El palacio de los espejos

Del número de abril de 1970 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Era un domingo por la tarde y Juanito acababa de regresar a París al terminar sus vacaciones.

Su mamá le preguntó si le gustaría visitar el Museo Grévin.

Juanito, que ya había oído hablar de este extraño museo con sus figuras de cera y toda clase de sorpresas, muy contento aceptó la invitación.

Cuando entraron al museo, su mamá se dirigió a uno de los guardianes y le pidió que le indicara cómo llegar al Palacio de los Espejos, pues era la mayor atracción del lugar. El guardián parecía un poco sordo y la mamá tuvo que hablarle en voz muy alta. De pronto Juanito y su mamá se dieron cuenta de que le habían dirigido la palabra a una figura de cera. Sin lugar a dudas era una perfecta imitación, pero no pudo darles la información que deseaban ni hacer el gesto más leve.

A Juanito le hizo mucha gracia esto y comentó: —Pareciera que tuviera vida.

—Así parece — contestó su mamá—, pero en realidad es sólo un objeto y no puede pensar.

Poco después encontraron el Palacio de los Espejos. Era una sala que tenía seis paredes y en cada una de ellas había un espejo. Lo que estos seis espejos reflejaban se multiplicaba varias veces, y si uno se encontraba en medio de la sala con sólo tres o cuatro personas, daba la impresión de estar rodeado de una gran multitud. De vez en cuando las paredes giraban y entonces aparecían en los espejos diferentes paisajes. De modo que Juanito creyó estar a veces en un bosque y, otras, en una amplia galería.

Llegó el momento de partir y Juanito salió a la calle muy contento por la visita y se encontró en medio de una gran multitud — pero esta vez, sí era de verdad. Después de cenar Juanito se fue a la cama. Muy a menudo acostumbraba leer, antes de dormirse, algún pasaje de la Biblia, de Ciencia y Salud, o de un folleto de la Ciencia Cristiana.

Esa noche hojeó su Biblia y escogió este pasaje que se encuentra en el Evangelio de San Juan (6: 63): “El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha”. Cuando su mamá fue a darle las buenas noches, él le preguntó qué quería decir esto.

—“El espíritu es el que da vida”. Esto quiere decir que vivimos sólo en el Espíritu, Dios, y que ni la carne ni la sangre nos dan vida — dijo la mamá.

—Pero nuestros cuerpos parecen tener vida — respondió Juanito.

—Sí— respondió su mamá—, parecen tener vida pero es sólo una ilusión. ¿Recuerdas la figura de cera a la que le hablamos hoy pidiéndole información? A primera vista parecía tener vida, ¿no es cierto?

—Sí, es cierto, pero estábamos equivocados. No podía contestarnos. Quiero decir, no tenía vida porque no podía pensar.

—Exacto. La materia no puede pensar.

—Entonces, si es que comprendo bien, esto quiere decir que la carne no tiene ni más vida, ni más inteligencia que la figura de cera. La materia no vale nada. Es nuestro pensamiento lo que nos hace valer un poco.

—Por eso es que el pasaje bíblico dice: “La carne para nada aprovecha”. Y esta es la verdad no sólo acerca de la carne, sino también acerca de toda forma de materia. De modo que no debemos vivir y trabajar para la materia. Y esto me recuerda el mandamiento que estudiaste en la Escuela Dominical: “No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxodo 20:3).

—¡ Ése es el primero! respondió Juanito.

—Sí— dijo su mamá—, y tú sabes que Cristo Jesús dijo: “Dios es Espíritu” (Juan 4:24).

—¡ Entonces, deberíamos amar sólo al Espíritu! Quizás es por esto que tenemos el segundo mandamiento: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás” (Éxodo 20:4, 5).

Juanito se quedó pensativo por un instante y prosiguió diciendo:

—Pero ... hoy en día la gente no se inclina a imágenes.

—¡Ten cuidado con lo que dices¡ —dijo su mamá—. Ese mandamiento no es sólo para la gente de la antigüedad. Escucha lo que dice el profeta Isaías: “No tienen conocimiento aquellos ... que ruegan a un dios que no salva” (Isaías 45:20). Aquellos que buscan su salvación por otros medios que no sea Dios, el Espíritu, están adorando la materia, a un ídolo llamado medicina, higiene, y otras cosas.

—¿Por qué hace esto la gente? ¿Por qué se inclinan a estos ídolos? —preguntó Juanito.

—Porque los hombres cuando crean algo se enorgullecen de ellos mismos. Cuando contemplan lo que han creado se admiran de ellos mismos en vez de admirar al Espíritu. Después de todo, el Espíritu es la única fuente de la inteligencia. Es el único poder creador.

—¡ Pero cada uno de nosotros puede expresar admiración por el Espíritu!—replicó Juanito.

—Así es — respondió su mamá—, pero cada uno de nosotros no es poseedor de un espíritu pequeño e individual. Existe un solo Espíritu que lo incluye todo. Tú sabes que esta tarde, en el Palacio de los Espejos, aquella sala cuyas paredes estaban cubiertas de espejos, cuando una persona se encontraba en el centro, cada uno de los espejos proyectaba el reflejo exacto de esa persona. Leamos esta cita de Ciencia y Salud (pág. 305): “Un retrato en la cámara obscura o una cara reflejada en el espejo no son el original, aunque se parezcan a él. El hombre, creado a la semejanza de su Hacedor, refleja la luz central del ser, el Dios invisible. Como no hay corporeidad en la forma mostrada por el espejo, que no es más que un reflejo, así el hombre, como todas la cosas reales, refleja a Dios, su Principio divino, pero no en un cuerpo mortal”.

Después que apagó la luz, Juanito pensó en todas estas cosas y comprendió que una persona no debe vanagloriarse de lo que hace, porque no puede hacer nada por sí mismo. Dios es el que nos da el poder y la inteligencia para que Lo reflejemos y para que actuemos correctamente.

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