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Humildad y dignidad

Del número de abril de 1970 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


El Apóstol Juan es el único de los discípulos que relata el maravilloso ejemplo de verdadera humildad que dio Jesús al lavarle los pies a sus discípulos. El discípulo bienamado escribió: “Se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó" (Juan 13:4).

Jesús sabía muy bien que la toalla representaba la marca del esclavo, quien, por lo general, era el que estaba a cargo de la tarea de lavar los pies. Pero él estaba bien consciente de su propia dignidad, y de la humildad legítima que estaba expresando por medio de este acto tan conmovedor. La discordia que había entre sus discípulos, y el egoísmo, necesitaban una fuerte reprensión. La labor a la cual iban a dedicarse después que él se separara de ellos requería una dirección experta. Cuando, al principio, Pedro se negó a que le lavara los pies, mostró con su actitud que había interpretado muy literalmente este acto de Jesús. Esto necesitó la reprobación tierna del Maestro para elevar el pensamiento de Pedro al significado espiritual del acto.

Es muy probable que Pedro haya escuchado con gran respeto y arrepentimiento las palabras que pronunció Jesús al sentarse a la mesa: “Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros” (Juan 13:13–15).

Jesús le infundió a su acto un nuevo significado. La poderosa lección de humildad y de amor que representa, perdurará para la humanidad por toda la eternidad.

Como Científicos Cristianos, ¿ sentimos acaso el impacto de esta lección de Jesús y nos esforzamos por cumplirla por medio de palabras y de acciones? Mrs. Eddy escribe en Ciencia y Salud (pág. 8): “Si sentimos la aspiración, humildad, gratitud y amor que nuestras palabras expresan, — esto Dios lo acepta; y es prudente no tratar de engañarnos a nosotros mismos ni a los demás, porque 'nada hay encubierto que no haya de ser manifestado’ ”.

Jesús se quitó su manto antes de lavarle los pies a sus discípulos. ¿Nos olvidamos, acaso, en nuestros intentos de emular al Maestro, de quitarnos el manto del orgullo y la arrogancia con el cual tropezaríamos al imitar su gesto? Cuando expresamos verdadera humildad abandonamos el sentido superficial de deber; y no confundimos, como Pedro, la humildad con la esclavitud o la humillación propia.

No sería practicable en nuestros días este acto de Jesús. ¿Cómo, entonces, obedeceremos su mandamiento “debéis lavaros los pies los unos a los otros”? Esto bien podría practicarse mediante la paciencia, la humildad y el amor que demostremos en las sencillas experiencias del diario vivir. Por ejemplo, ¿ cómo reaccionamos en el supermercado mientras esperamos nuestro turno para pagar por nuestras compras, o mientras esperamos a que el teléfono se desocupe, o a que se despeje con lentitud el tráfico en las carreteras? Si en medio de todo esto podemos, en alguna medida, expresar el amor y la paciencia que expresó el Maestro, podremos decir que, en efecto, estamos lavándole los pies a todos sobre quienes descansa nuestro pensamiento.

Esta purificación de pensamiento incluye el concepto verdadero del hombre como hijo de Dios. La Ciencia Cristiana enseña que Dios, que es Amor, Verdad y Vida, tiene que tener una expresión perfecta en el hombre, ya que el hombre es la imagen y semejanza de Dios. Manteniendo este ideal en nuestro pensamiento, podemos rechazar defectos tales como el orgullo, la envidia, la lujuria, al reconocer su irrealidad.

El Apóstol Pablo, cuando escribió sobre el amor al dinero, aconsejó a su amigo Timoteo así: “Mas tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas, y sigue la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre” (I Timoteo 6: 11). La manera de lavarnos los pies los unos a los otros — de mostrar la verdadera humildad — es expresando paciencia en vez de impaciencia, aceptando críticas sin resentimiento y mostrando amor frente al odio.

La Ciencia Cristiana nos enseña cómo orar diaria y continuamente comprendiendo y reconociendo la presencia y el poder de Dios. La costumbre de orar nos capacita para expresar más paciencia, más humildad. Esta oración silenciosa y su manifestación externa tienen su efecto en otros. Éste es el secreto para que haya un mundo más feliz gobernado por la verdadera humildad.

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