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Quo vadis?

Del número de abril de 1970 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Según una leyenda, algunos años después de la crucifixión, el Apóstol Pedro se marchaba de Roma, descorazonado por las dificultades que había encontrado en su empeño por extender el cristianismo en esa ciudad. Caminaba por la Vía Apia y de pronto se le apareció en una visión el Maestro, Cristo Jesús. Pedro le preguntó: “Quo vadis, Domine?” “¿Adónde vas, Señor?”, y se dice que el Maestro le respondió que iba a Roma para ser crucificado nuevamente. Pedro, sacudido por la respuesta que implicaba una reprensión, retrocedió y continuó su obra apostólica donde se consideraba el centro mismo del paganismo.

Tenga o no esta leyenda alguna validez histórica, nos sugiere la pregunta: ¿ Cambiaría yo tan prontamente mi curso mental si alguna vez la Verdad me despertara al hecho de que no soy fiel al Cristo? Es importante que examinemos nuestros pensamientos para ver si estamos permitiendo que un sentido de frustración, antagonismo personal, codicia, o ambiciones materialistas, con sus tensiones y tentaciones, nos impide oir la voz del Amor divino que nos está advirtiendo que seguimos un camino equivocado.

Si por medio de la Ciencia Cristiana hemos llegado a comprender la sabiduría suprema de nuestro Padre-Madre Dios, seremos lo suficientemente humildes para llegar a reconocer, a tiempo, que son los impulsos contrarios a la ley del Amor, que es todo inteligencia y el único creador, lo que nos lleva por caminos desviados y tortuosos, en los que el llamado éxito se consigue con sólo hacer caso omiso o repudiando a sabiendas las demandas del Espíritu. Siguiendo esos caminos, la felicidad se torna en una fricción interminable, y la paz y el sentido resplandeciente de la salud se pierden en los impulsos de la obstinada voluntad mortal.

El admitir pronta y sinceramente que seguimos un camino equivocado, es el primer paso para corregir nuestro curso. Para lograrlo, no necesitamos buscar fuera de nuestra consciencia; todo lo que tenemos que vencer es la ceguera de la mente mortal al mal o su manifiesta terquedad en seguir su propio camino. Bajo el título marginal “Es posible obrar bien”, Mary Baker Eddy escribe en Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras (pág. 253): “Si crees en el mal y lo practicas a sabiendas, puedes cambiar en seguida tu proceder y obrar bien. La materia no puede hacer oposición a los esfuerzos justos contra el pecado o la enfermedad, porque la materia es inerte, no tiene mente". El cambiar nuestro proceder, entonces, está claramente en nuestras manos.

Nuestra protección contra las sugestiones del mesmérico materialismo, centrado en sí mismo, que nos arrastraría a una vorágine de error, descansa en la vigilancia diaria de la dirección mental que llevamos, los propósitos que perseguimos y los medios que adoptamos para conseguirlos. Debemos mantener en mente que lo que parecería ser un pequeño desvío de las elevadas enseñanzas espirituales de la Ciencia Cristiana, nos podría conducir a dejar más y más de lado las normas divinas.

La Ciencia Cristiana explica claramente que ante la presencia santa de la Mente omnisciente, Dios, no hay razón, excusa ni justificativo para ceder a los impulsos erróneos. El Salmista lo señala cuando dice: “Jehová conoce los pensamientos de los hombres, que son vanidad” (Salmo 94:11). Las palabras de nuestra Guía son a la vez una seguridad y una advertencia: “No hay que desesperar jamás de un corazón sincero; pero hay poca esperanza para aquellos que se enfrentan sólo espasmódicamente con su maldad, tratando luego de ocultarla” (ibid., pág. 8). La clara consciencia del hecho absoluto de que estamos en la presencia misma de la Mente que todo lo sabe, hace que la única actitud verdaderamente inteligente sea la de ser absolutamente sinceros con nosotros mismos.

La mañana es el momento más oportuno para hacernos un examen sincero, cuando el Científico Cristiano sale a sus actividades diarias. Bien se podría preguntar, respondiendo directamente al llamado incesante del Cristo: ¿Adónde voy hoy? ¿Voy a la oficina para ganarme un sueldo o meramente para incrementar mis ganancias financieras en los negocios? ¿Qué es lo que acelera mis pasos? ¿Es porque tengo un impulso irrefrenable de aventajar a un competidor, de llevar a cabo mis planes sin importarme las consecuencias, ni cómo podrían afectar a los demás? ¿Es que deseo desahogarme de algún resentimiento, o contagiar a algún compañero de trabajo con mi propio descontento?

El Científico Cristiano, si piensa correctamente, puede darse cuenta de que tales impulsos desenfrenados pueden privar su día del calor y de la inspiración del amor, aumentar la infelicidad, separarlo de su consciente unidad con Dios, e impedir su propio progreso verdadero, así como el de sus negocios.

Debemos recordar siempre que es un hecho científico el que cualquiera que sea nuestra actividad humana, nuestro verdadero propósito cada día es el de servir a Dios y a nuestros semejantes. Estamos perfectamente equipados para hacer esto por medio de nuestra aplicación consciente y práctica de las cualidades divinas, que son en verdad nuestras por reflejo individual del Amor que todo lo dirige y es todo inteligencia. El amor fraternal, la inteligencia espiritual, el juicio imparcial, una respetuosa consideración por los derechos y verdaderos intereses de todos, son parte de nuestro reflejo del amor de Dios para todos Sus hijos. Manteniendo estas verdades en el pensamiento, manifestaremos la presciencia inequívoca de la Mente divina en discernimiento espiritual y en el poder de tomar decisiones correctas.

Si ejemplificamos sinceramente el carácter divino en nuestras actividades diarias, no solamente seremos instrumentos del desarrollo del éxito verdadero en los negocios, sino que tendremos la profunda satisfacción de saber que hemos ayudado a nuestro prójimo. Y esta ayuda no será a expensas de nadie, porque nuestro reflejo de la bondad y substancia infinitas de Dios ciertamente no entraña el quitar el bien de uno para dárselo a otro. Tenemos la siguiente declaración de nuestra Guía (Ciencia y Salud, pág. 451): “El hombre camina en la dirección que mira, y donde estuviere su tesoro, allí estará también su corazón. Si nuestras esperanzas y afectos son espirituales, vienen de arriba, y no de abajo, y producen como antaño el fruto del Espíritu”.

No es el temor al mal, sino el amor a Dios, la fuerza que impulsa y respalda el fervoroso deseo de no permitir que las sugestiones de la llamada naturaleza carnal nos desvíen de la línea recta trazada espiritualmente. Este amor es el resultado natural del entendimiento, que nos da el Cristo, de la bondad inmaculada de Dios. Es este entendimiento el que nos inspira para abandonar el error. Desarrollamos una disposición total para seguir el camino por el cual nos guía la ley de la sabiduría fundamental de Dios, y esto, a su vez, nos trae la convicción, cristianamente científica de que en esa, y sólo en esa dirección, se halla el desarrollo continuo de la Vida y el Amor, sin trabas, con sus amplias recompensas de éxito verdadero, utilidad genuina y una vida plena.

El Cristo, la Verdad, nos pide que diariamente examinemos nuestros pensamientos, nos demos respuestas sinceras y aceptemos alegremente la dirección de la Mente divina. Esta exhortación constante y las recompensas de nuestra sincera respuesta a ella, están bellamente expuestas en el viejo proverbio hebreo: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida... Examina la senda de tus pies, y todos tus caminos sean rectos” (Proverbios 4:23, 26).

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