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La primera foto de los hermanos

Del número de enero de 2004 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Y eso era el hermano. El hermano tan esperado. El herrrrmano del que mamá y papá hablaban tanto. Lo decían con muchas rrrr, como si fuera algo tan especial. Pero Alan no estaba tan seguro de eso.

Ahí estaba. Tan chiquito y tan gritón.

Tan chiquito y ocupando tanto lugar en la casa: la cuna enorme, la silla “de comer”, el catre para cambiarle los pañales...

Y era el único tema:

— Cuidado, no lo toques

— Cuidado, poné la tele despacio porque está dormidito.

Cuidado con esto, cuidado con aquello. Siempre “cuidado”.

Los chicos del jardín ya le habían avisado lo que es un hermano.

Es alguien que te convierte en “el hombre invisible”, porque nadie te ve...

Tenían razón. Desde que trajeron a ese envoltorio de lana celeste con una cara redonda, el resto de las cosas y las personas habían desaparecido. Papá y mamá sólo veían al bebé.

— Ay, que lindo, hizo í.

— Ay, que lindo, hizo ú.

— Ay, que lindo, hizo é.

Ufa, ufa y requeteufa.

a – e – u – o – i.

— Mamá. Este hermanito no es divertido

— Hay que darle tiempo, Alan. Tienes que esperar a que crezca. ¡Y jugarán los dos juntos!

—¿Con qué juguetes, mamá?

— Con... con todos.

— Con mis juguetes no. Que él juegue con su sonajero y sus campanitas...

Alan estaba decepcionado, un poco enojado, un poco celoso. Este hermano no era tan fabuloso como papá y mamá pensaban.

A cada rato mamá se asomaba para ver qué estaba haciendo el bebé y observaba si él, Alan, no estaba demasiado cerca.

— No le pongas nada en la boca.

— No le tapes la carita con la sábana, puede ahogarse.

No. No. No. No.

— Soy un peligro — pensaba Alan.

Mamá cocinaba.

El olor a vainilla endulzaba la casa.

El bebé lloraba despacito, después fuerte y más, más fuerte.

Alan se acercó a la cuna. Lo miró. La boca chiquita se hacía enorme para cada buá – buá – buá.

Iba a salir corriendo para buscar a mami, pero el bebé calló. Los ojitos de botones brillosos lo observaban.

La bocaza de buá se transformó en una boquita de besito.

El herrrrmano le estaba sonriendo.

¿Lo reconocía? ¿Sabía que él, el del flequillo despeinado, era Alan?

Pasó su mano entre los barrotes de la cuna y el bebé le apretó un dedo. El dedo índice, el de señalar la luna.

Se lo apretó fuerte, fuerte, fuerte, con esa manito redondita y suave.

¿Sabía el bebé que él era Alan, el mayor, el que andaba en triciclo?

El bebé sonrió.

No, no sonrió, le sonrió a Alan.

— Aiuiauie

¿Le estaba diciendo algo, le hablaba en idioma bebé?

Alan sintió una cosa acá, en el corazón, un saltito de alegría, de emoción.

— Soy Alan, tu herrrrmano — le dijo — El que te cuidará, el que jugará contigo, y no dejaré que nadie te moleste ni te haga llorar...

Eso. Eso era lo que sentía. Él quería a su hermanito. Y tenía ganas de defender al bebé, de dejarle caer su cariño con suavidad, como una lluviecita de plumitas de pajaritos amarillos.

Cuando mamá, extrañada por tanto silencio, se asomó por la puerta del cuarto, hizo así con los párpados: pestañeó, click, click, porque, aunque no tenía la cámara fotográfica, quería sacar una foto con la camarita invisible de los recuerdos.

En la foto había un bebé en su cuna, sonriendo, un niño de flequillo despeinado, también sonriendo. Y alrededor de la cuna, una montaña de juguetes. Todos los juguetes de Alan, ositos, autitos, aviones, soldados, pelotas, rompecabezas, peluches, la mochila de la escuela...

Click, click, fotografió mamá.

¡Y qué linda esa primera foto virtual
de los hermanos! Herrrrmanos.
Herrrrmanos!

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