“¡Vamos!”, gritó Moisés. “¡Tenemos que seguir adelante!”
La larga hilera de gente y de animales avanzaba lentamente sobre la arena caliente del desierto. Todos seguían a Moisés, el hombre que los había salvado de la esclavitud en Egipto y los guiaba a la Tierra Prometida.
“Oinc-oinc”, rebuznaban los burros, cargados con las pertenencias de la gente.
“Bee-bee”, contestaba la oveja, caminando bajo el sol brillante.
El camino parecía difícil, el viaje largo. Pero Dios estaba con Moisés y con su gente, los israelitas. Con una columna de nubes Él les mostraba el camino durante el día, y por la noche los guiaba con una columna de fuego.
Un día, cuando los israelitas estaban descansando en las costas del Mar Rojo, escucharon un ruido muy fuerte. Era el retumbar de cabalgaduras que se acercaban. “Son los soldados egipcios. Vienen para llevarnos de regreso a Egipto”, alguien gritó.
Todos comenzaron a asustarse. “¡Vamos a morir o a ser capturados!”, exclamaron. “No hay forma de cruzar el mar”.
No obstante, Moisés estaba muy tranquilo. “No se asusten”, les dijo. “Confíen en Dios”.
Mientras el pueblo miraba, Moisés levantó su báculo y lo sostuvo en alto sobre las aguas del mar. Ellos se quedaron boquiabiertos cuando se levantó un fuerte viento y vieron cómo las aguas se separaban. Moisés tenía razón. Dios estaba allí para salvarlos.
Los israelitas se apresuraron a cruzar el Mar Rojo por la tierra seca que había aparecido entre dos paredes de agua. Luego observaron cómo las aguas se cerraban detrás de ellos, bloqueando el paso de los egipcios para siempre. Moisés y su pueblo estaban a salvo.
Pero todavía les quedaba un largo camino por delante, y pronto tuvieron más dificultades.
Los israelitas caminaron a través del desierto durante días sin encontrar agua ni comida. Comenzaron entonces a refunfuñar y a decir cosas malas de Moisés.
“Por lo menos en Egipto teníamos comida y agua”, decían. “Ahora, probablemente moriremos de sed. Qué locura fue seguir a Moisés”.
Pero a pesar de que refunfuñaban tanto, Dios cuidó de ellos. Hizo que brotara agua de las rocas y que pudieran comer el maná que cayó del cielo. Cada día los israelitas recibieron todo lo que necesitaban para comer y beber.
Moisés era un buen líder porque siempre oraba y hablaba con Dios para saber qué tenía que hacer. Dios le respondía de diferentes maneras. Un día, cuando estaban junto a una montaña llamada Monte Sinaí, Dios llamó a Moisés para que fuera a la cima. Allí Dios le dio diez reglas o mandamientos para el pueblo. Estos son los siguientes:
1 No tengas otro Dios aparte de mí.
2 No hagas ninguna imagen para adorar.
3 No uses el nombre de Dios de una mala manera.
4 Respeta el sagrado día de reposo.
5 Honra a tu padre y a tu madre.
6 No mates.
7 Sé fiel a tu esposa o esposo.
8 No robes.
9 No digas mentiras de otras personas.
10 No tengas envidia de lo que tienen los otros.
“Estos son los Diez Mandamientos que Dios nos ha dado”, Moisés le dijo al pueblo. “Estos Mandamientos nos ayudarán a llevarnos bien los unos con los otros, para que podamos vivir juntos en paz. Todos seremos bendecidos al obedecer las leyes de Dios”. Y así lo hicieron.
Esta historia se encuentra en el libro de Éxodo en la Biblia.
    