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Un arroyo que nunca deja de fluir

Del número de enero de 2004 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Pablo tiene un amigo que se llama Alejandro y que vive en un viejo molino junto a un arroyo. Hace mucho tiempo, la rueda de ese molino daba vueltas y vueltas.

Una tarde, Pablo fue a visitar a Alejandro y decidieron ir a caminar hasta el manantial donde nacía el arroyo. Caminaron y caminaron corriente arriba, chapoteando con sus botas de goma. Algunas de las rocas que estaban en el fondo del arroyo eran muy resbalosas. Los chicos se reían y gritaban cuando se resbalaban y deslizaban por ellas, aferrándose el uno del otro en busca de apoyo.

Los chicos pronto se dieron cuenta de que no estaban solos esa tarde soleada. Max, un niño del vecindario estaba siguiéndolos en silencio.

—¡No mires, pero el “loco” nos está siguiendo! — le susurró Pablo a su amigo. Así era como muchos de los chicos llamaban a Max.

Muy pronto llegaron al lugar donde comenzaba el arroyo. Los rayos del sol brillaban en las aguas burbujeantes y parecía como si puntos luminosos y estrellas pequeñísimas flotaran en el agua.

—¿Por cuánto tiempo crees que el agua ha estado brotando de esa roca? — preguntó Alejandro.

—¡Probablemente desde que ha habido agua por aquí! — dijo una voz detrás de ellos.

Los muchachos pegaron un salto. Allí estaba Max. Éste rápidamente se agachó y agarró una madera, listo para pelear.

Max siempre está buscando pelea, pensó Pablo. Es por eso que nadie quiere jugar con él.

— Vete, Max — le dijo Pablo en voz alta — No queremos pelear.

— Sí, vete — acordó Alejandro.

Max se acercó un poco más a ellos. —¡A ver cómo me obligan a irme! — les dijo.

Pablo estaba por darle un empujón a Max, pero algo lo detuvo. Pablo recordó que Dios estaba con él y lo había ayudado muchas veces. “Dios, Tú estás aquí con todos nosotros”, pensó, “no sólo con Alejandro y conmigo, sino también con Max”. A Pablo le gustaba pensar en Dios y en Su amor por todos.

Entonces Pablo tuvo una idea. “¿Quieres jugar con nosotros?”, le preguntó a Max.

Max no estaba muy seguro si Pablo lo estaba diciendo en serio. Miró el pedazo de madera que todavía tenía en la mano.

—¡Eh, miren! ¿Esto parece un barquito?

—¡Es cierto! ¿Qué tal si jugamos una carrera de barquitos?— gritó Pablo.

Max le dio a Pablo su pedazo de madera, y fue a buscar otro para Alejandro. Muy pronto cada uno tenía su barquito.

—Él no es ningún loco — le susurró Pablo a Alejandro cuando vio cómo Max preparaba los barquitos para la carrera. Max usó una ramita y hojas para hacer el mástil y las velas. Pablo y Alejandro muy pronto estaban haciendo lo mismo. Pablo decidió en ese momento que nunca más diría que Max era un loco.

Finalmente los barquitos estuvieron listos para partir. Juntos los tres chicos gritaron “¡Preparados, listos, ya!” Y los barquitos partieron. La corriente se movía tan rápido que tuvieron que correr para mantenerse a la altura de sus barquitos.

Cuando llegaron al molino se detuvieron para descansar. Los barquitos continuaron corriente abajo

Muy pronto Pablo tuvo otra idea. “¿Por qué no construimos un dique?”, sugirió.

Juntos los tres chicos colocaron una rama gruesa a través de la corriente. Luego arrojaron un montón de rocas al centro de la corriente donde las acumularon para formar el dique. Entre los montones de rocas colocaron terrones de pasto y barro para impedir que el agua pasara. Finalmente, el dique estuvo terminado.

Poco a poco el agua fue subiendo detrás del dique. Y, ¿qué ocurría del otro lado? Nada. La corriente había dejado de fluir.

Los tres amigos se miraron y sonrieron. Pero mientras esperaban en la cuenca vacía del arroyo para ver qué ocurría, pequeños riachuelos comenzaron a escaparse entre las rocas. Poco a poco, el agua encontró más lugares por donde escapar. Muy pronto, el dique fue derribado. Nada podía impedirle a la corriente seguir su curso.

Cuando los chicos iban caminando de regreso a casa, Pablo se sintió contento de que Max hubiera jugado con ellos ese día. La verdad es que se habían divertido mucho. Así como el dique no podía impedir el paso del arroyo, Pablo pensó que nada podía detener el amor. Éste tenía que ser compartido. Porque el amor proviene de Dios y es para todos.

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