Hace poco, cuando una llamada telefónica con un miembro de la familia se llenó de ira hacia otros familiares, me mantuve tranquila y en paz. Pero hubo una época en que probablemente hubiera manejado esta situación de una manera muy diferente. En el pasado me habría enojado y analizado hasta el último detalle para determinar quién tenía razón o no. Esta vez, en cambio, oré preguntándole a Dios cómo podía ayudar a este pariente. Me llegaron respuestas amables y afectuosas en las que yo nunca hubiera pensado por mí misma. Compartí una de las ideas, y la llamada telefónica terminó pacíficamente, y bendijo a la otra persona y a mí.
La ira parece tener el poder de afectarnos, con el argumento de que es una forma de llamar la atención de las personas y controlar una situación. Pero la ira es, en realidad, una pérdida de control que nos impide pensar con claridad y, a menudo, también pone en riesgo esa capacidad para los demás. Si bien la ira puede parecer justificada e incluso satisfactoria, en última instancia nos deja un regusto de amargura, tristeza y arrepentimiento.
Entonces, ¿qué podemos hacer cuando aparentamos estar atrapados en pensamientos de enojo? He encontrado que la oración es la única salida. Si he permitido que la ira resida en mi pensamiento por un tiempo, puede parecer que es simplemente parte de quien soy. Pero la oración tiene el poder de transformar la manera en que pensamos acerca de nosotros mismos y los demás.
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