Hace poco, cuando una llamada telefónica con un miembro de la familia se llenó de ira hacia otros familiares, me mantuve tranquila y en paz. Pero hubo una época en que probablemente hubiera manejado esta situación de una manera muy diferente. En el pasado me habría enojado y analizado hasta el último detalle para determinar quién tenía razón o no. Esta vez, en cambio, oré preguntándole a Dios cómo podía ayudar a este pariente. Me llegaron respuestas amables y afectuosas en las que yo nunca hubiera pensado por mí misma. Compartí una de las ideas, y la llamada telefónica terminó pacíficamente, y bendijo a la otra persona y a mí.
La ira parece tener el poder de afectarnos, con el argumento de que es una forma de llamar la atención de las personas y controlar una situación. Pero la ira es, en realidad, una pérdida de control que nos impide pensar con claridad y, a menudo, también pone en riesgo esa capacidad para los demás. Si bien la ira puede parecer justificada e incluso satisfactoria, en última instancia nos deja un regusto de amargura, tristeza y arrepentimiento.
Entonces, ¿qué podemos hacer cuando aparentamos estar atrapados en pensamientos de enojo? He encontrado que la oración es la única salida. Si he permitido que la ira resida en mi pensamiento por un tiempo, puede parecer que es simplemente parte de quien soy. Pero la oración tiene el poder de transformar la manera en que pensamos acerca de nosotros mismos y los demás.
Podemos encontrar nuestra verdadera identidad al comprender nuestra relación con Dios, la Verdad y el Amor. Por ser Su descendencia, somos la expresión de la Verdad y el Amor, que se evidencia en los pensamientos pacíficos y armoniosos y en las interacciones afectuosas con los demás. No obstante, identificarnos con la Verdad y el Amor no significa que nuestra individualidad se pierda en nuestra unidad con Dios. Nuestra expresión de estas cualidades es única y completamente espiritual, y las circunstancias materiales no pueden tocarla. Nuestra individualidad refleja las cualidades de un solo Dios, como son la paciencia y la generosidad, en soluciones inspiradas y en bondad hacia todos. Reconocer a Dios como la fuente de nuestra individualidad espiritual, y la de todos, sana las situaciones discordantes.
En una época en que la ira parecía estar usurpando mi individualidad, me sentía como si estuviera luchando a diario con las personas que me rodeaban. Mientras oraba, el primer pensamiento que me vino fue: “No te entregues a esto”. Busqué entregarse y encontré esta declaración en Escritos Misceláneos 1883-1896, por Mary Baker Eddy: “Sabed esto: que no podéis vencer los efectos perniciosos del pecado sobre vosotros mismos, si os entregáis en forma alguna al pecado; pues tarde o temprano, caeréis víctimas de vuestros propios pecados y de los ajenos” (pág. 115). Con esa idea en mente, me sentí facultada para no expresar ira hacia los demás y abordarla, en cambio, en mi pensamiento.
Al principio, soportar los arrebatos de ira de los demás parecía más allá de mi capacidad. Pero me he dado cuenta de que, cuando defiendo mi individualidad al notar y eliminar la ira en mi propio pensamiento, esta desaparece de mi experiencia, y también de la de los demás. Cuando una mota de polvo cae en la solapa de alguien, es mejor quitarlo suavemente que frotarlo, para evitar que penetre en la prenda. Oré para ver más claramente que la ira no es un poder; el Amor divino es el único poder y presencia, y mi expresión de amor me permite eliminar los pensamientos feos y llenos de ira.
Eliminar rasgos que no nos pertenecen muestra compasión por nosotros y por los demás. La transformación del carácter requiere trabajo, pero el amor y la paciencia nos dan el valor para continuar.
Cristo Jesús enfrentó una vez a una multitud enfurecida que quería apedrear a una mujer que había cometido adulterio. Él fue compasivo con todos los involucrados —la mujer y la multitud— sin condenar a nadie. Con calma, en oración, eliminó la ira de la situación hasta que solo quedó la mujer, a la que le dijo suavemente: “Vete, y no peques más” (Juan 8:11). El hecho de que Jesús reconociera la identidad pura de todos como el reflejo de Dios sanó el pecado y disolvió la ira.
He descubierto que puedo hacer lo mismo a través de la oración, pidiéndole a Dios que me muestre que cada individuo es Su brillante expresión. Este tipo de oración siempre cambia mi forma de pensar, a veces sin una palabra, y otras veces a través de palabras suaves que me ayudan a recordarme a mí misma y a los demás lo que somos como hijos de Dios. De hecho, he tenido varios incidentes, como la llamada telefónica mencionada anteriormente, y más de una persona se ha liberado de la ira y me ha agradecido por las ideas que compartí.
Cuando reconocemos que cada individualidad proviene del Dios único, que es el Amor, la paz se restaura y se mantiene para cada uno de nosotros, y se siente en el mundo.
