Aquellos que reciben al Cristo sienten el impulso de expresarle. Este impulso es más que un ansia humana; es el reflejo del poder salvador y sanador del Amor divino que se manifiesta a través del individuo. El corazón humano que se abre a Dios debe abrirse también hacia nuestro prójimo si el Cristo ha de entrar en él, pues el espíritu del Cristo es el espíritu del dar.
Los dones de Dios nos inspiran de por sí a que los compartamos, y compartir una dádiva hace que sea perfecta, pues de lo contrario desaparece para el sentido humano. El bien no trae la medida completa de la felicidad hasta que ha sido compartido; se mantiene vital para nosotros únicamente si nos mantenemos activos propalando sus bendiciones, en vista de que no existen ni el bien estancado, ni el amor que se arresta o la acumulación inerte de los bienes espirituales. El bien no es poseído temerosamente, ni acumulado cautelosamente, ni repartido de mala gana. Aparece libremente sólo cuando se le recibe de igual modo y se le ofrece gozosamente.
El hombre es el reflejo de Dios, el Amor divino, el gran Dador. De manera que amar es tener el deseo de dar. “¿Por qué ha Dios de amarnos y darnos de Su munificencia?” preguntó en cierta ocasión una persona a un Científico Cristiano.
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