Animado por una profunda gratitud desearía servir de testigo al remedio de eficacia que es la Ciencia Cristiana. Durante una corta estada en una ciudad alemana, fui atropellado por un automóvil sin que hubiera habido culpa de mi parte. El automóvil iba a gran velocidad y me echó por tierra.
El rechazo inmediato en mi pensamiento acerca de lo que estaba ocurriendo, me hizo exclamar en alta voz: “¡Esto no es verdad! ¡Esto no es verdad!” Me levanté con la ayuda de unos hombres que habían corrido adonde me había caído, y así llegué a la entrada del hotel en el cual me hospedaba. El portero, que había presenciado el accidente desde una ventana, llamó inmediatamente a la policía y a la Asistencia Pública.
Poco después llegó un doctor en una ambulancia. Me examinó las heridas sufridas y ordenó que me llevaran enseguida a una clínica de cirugía. Me opuse amablemente a este propósito explicando que yo era Científico Cristiano y que no deseaba someterme a ninguna clase de ayuda médica. El médico me dijo que había sufrido una seria fractura al fémur izquierdo y que si me rehusaba a recibir ayuda quirúrgica tendría que asumir la entera responsabilidad de cualquier cosa que pudiera sobrevenirme, añadiendo además que no tendría derecho a ningún reclamo de seguro de accidente en contra del automovilista culpable.
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