En la actualidad parece muy fácil separarse del curso principal que sigue la vida humana, y, en especial, de aquellas personas a quienes nos inclinamos a culpar por las condiciones de vida según las vemos nosotros. En efecto, algunas personas levantan las manos en señal de protesta y disgusto retrocediendo a una contracultura. Estos problemas les parecen demasiado grandes y la sociedad, según ellas, dolorosamente lenta en encontrarles solución.
No cabe duda que ha habido mucha demora, mucha apatía y una egoísta indiferencia, pero con volverle la espalda a estos males no los destruimos. Lo que se necesita es más amor, y esa necesidad empieza con nosotros. Viviendo una vida de verdadero amor podemos arrancar de raíz la desdicha y la confusión que puedan estar oscureciendo nuestra perspectiva de la vida.
Ya seamos jóvenes o viejos, el cariz de la vida puede ser bastante bueno cuando se ve a través de la lente del amor. Entonces empezamos a ayudarnos a nosotros mismos y a los demás. Nuestro amor empieza a transformar el pensamiento de toda la humanidad. El estudio y práctica de la Ciencia Cristiana anula todo sentimiento de tristeza y revela que la vida es una aventura que merece emprenderse — una experiencia rica y satisfactoria en la que obtenemos vislumbres de nuestra verdadera identidad y un sentido más firme de dirección. En lugar de ver la existencia como una lucha inhumana por salir adelante, empezamos a ver una realidad espiritual más allá del alcance de los sentidos materiales. Aprendemos que comprender a Dios y el parentesco del hombre con Él, puede transformar, para bien, nuestro concepto y experiencia, inspirándonos de tal manera que, olvidándonos de nosotros mismos, ayudamos a los demás. Fue esta verdad acerca de Dios y el hombre la que dio vida a la bondadosa misión de Cristo Jesús en bien de la humanidad. Él dijo: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10).
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