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A salvo en los brazos del Amor divino

Del número de abril de 2013 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Original en francés


 En febrero de 2004, participé en un viaje organizado por la escuela a la que estaba asistiendo. Fuimos a pasar el día a Pointe Indienne, un área que bordea el Océano Atlántico, no lejos de la ciudad de Pointe-Noire, centro económico de nuestro país.

Ese día, cuando estaba a punto de salir de mi casa, mi padre me dio una selección de citas de la Biblia y de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy. Me interesó mucho este pasaje de Salmos, que leí varias veces: “Jehová guardará tu salida y tu entrada desde ahora y para siempre” (121:8). Pero también pensé que mi padre estaba exagerando un poco al darme todos esos pasajes sobre protección.

Comprendí que Dios estaba en control, tanto de mi avance como del ritmo del océano.

Luego llegó el momento tan esperado de nadar en el océano. Maravillado, al ver que se extendía hacia el infinito. Nadé de un lado a otro. Luego salí nadando en dirección al horizonte con tanto gusto como un campeón olímpico. Nadé durante mucho tiempo. Pero cuando me detuve y levanté la cabeza para admirar mi proeza como nadador, me di cuenta de que era demasiado tarde, que estaba solo, rodeado de una inmensa cantidad de agua. La marea tenía una fuerza que parecía abrumadora. Pensé que no podría nadar de regreso. El temor y la desesperación llenaron mi pensamiento y entré en pánico. Dije en un susurro: “Mi padre trató de decírmelo, pero yo quise hacerme el chico grande”. 

En ese momento, recordé que en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana habíamos aprendido a declarar nuestro dominio como hijos de Dios, sobre todas las circunstancias adversas. 

El Salmo 23 me dio la firme inspiración para enfrentar y superar esta situación. El siguiente versículo reforzó mi pensamiento y esperanza: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo” (versículo 4). Cuando percibí esta verdad de la omnipresencia y permanente protección divinas, empecé a nadar despacio, pero avanzando cada vez más, hacia la playa. 

Comprendí que Dios tenía el control, tanto de mi avance como del ritmo del océano. Nadé cada vez con más seguridad y fuerza, percibiendo que Dios es más inmenso y más poderoso que el océano. Finalmente, con un poco de esfuerzo, llegué a la orilla. 

Agradecí a Dios con todo mi corazón por haber regresado sano y salvo. Una semana después, conté este testimonio en la iglesia. Al término del servicio religioso, todos estaban contentos de que hubiera experimentado la protección de Dios, y también porque había puesto en práctica lo que había aprendido en la Escuela Dominical.

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