Muchas veces, perplejos ante las grandes necesidades que vemos a nuestro alrededor, sentimos el deseo de ayudar a los demás pero no sabemos cómo hacerlo, o cuál puede ser la forma de ayuda más efectiva.
Es muy inspirador ver el legado espiritual que patriarcas y profetas en la Biblia, al igual que Jesús y sus seguidores, dejaron a la humanidad, y que aún continúa ayudando y guiando a mucha gente. Cada uno de ellos tenía una manera única de presentar un concepto más espiritual sobre la naturaleza de Dios y la relación del hombre con Él; abandonaron el concepto material de un dios que podía ser una escultura o un elemento de la naturaleza. La comprensión espiritual que tenían sobre la presencia de Dios, el Amor, llenando todo espacio y gobernándolo todo, se manifestó en soluciones en distintos tipos de desafíos que enfrentaron. Como por ejemplo, cuando el profeta Elías resucitó al hijo de una mujer viuda en Sarepta (véase 1° Reyes 17:17-24); o cuando el profeta Eliseo salva a los hijos de los profetas de intoxicarse con un guiso de calabazas silvestres (véase 2° Reyes 4:38-41).
Jesús, el Maestro del Cristianismo, enseñó que Dios es Espíritu, y que necesitamos adorar a Dios “en espíritu y en verdad” (Juan 4:24). Jesús tenía tal comprensión de la naturaleza y del poder de Dios que gobierna al hombre, hecho a Su imagen y semejanza, que expresó en su vida el poder del Cristo para sanar. Así es como sanó a miles de personas, liberándolas del pecado, enfermedades e incluso de la muerte. Las enseñanzas de Jesús incluidas en el Sermón del Monte (Mateo capítulos 5, 6, 7), nos muestran el camino para vivir en la dimensión espiritual de la vida: en paz, salud y seguridad. Él dejó este camino de progreso espiritual para que todos lo siguiéramos.
¿Qué relación tiene lo que sabemos de la naturaleza de Dios con nuestra capacidad de dar a los demás? Dios, el bien infinito, siendo la fuente inagotable de todo bien, es como un manantial de amor que nunca se acaba. Dios ama a toda Su creación, desenvuelve el bien para todos, y es la fuente que satisface nuestra necesidad, cualquiera sea.
Dios es el Amor mismo, por lo tanto, nosotros por ser Sus hijos inevitablemente somos la expresión plena del Amor. Entonces es natural dar, compartir Su bien con los demás. Y debemos saber que dar el bien a otros no puede perjudicarnos o hacer que tengamos menos bien. Cuando damos el bien a otros, nosotros también somos beneficiados.
El Apóstol Pablo lo expresa así: “¡Dios ama al que da con alegría! Dios puede darles muchas cosas, a fin de que tengan todo lo necesario, y aún les sobre. Así podrán hacer algo en favor de otros… Dios da la semilla que se siembra y el pan que nos alimenta, así que también les dará a ustedes todo lo necesario, y hará que tengan cada vez más, para que puedan ayudar a otros” (2° Corintios 9:7-10, traducción de la Biblia al lenguaje actual).
Aquí Pablo no sólo está hablando de tener la provisión material necesaria, sino las ideas espirituales, la iluminación y el poder espiritual para ayudar a los demás. Así que cuando damos a otros, nosotros y nuestras familias somos bendecidos, teniendo todo lo que podamos necesitar.
Entonces, ¿qué podemos dar a los demás y así expresar una forma más elevada del bien que no se disminuye ni se pierde?
Nuestra naturaleza verdadera es afectuosa, considerada y generosa, atenta a todos a nuestro alrededor.
Para poder ayudar a los demás es importante vencer la indiferencia. A veces pareciera que estamos tan ocupados en nuestros propios asuntos, que sentimos que no tenemos tiempo para los demás. Ese estado mental de indiferencia hace que no veamos las oportunidades de dar. Es como tener puestos lentes oscuros, y pensar que vemos todo gris porque el día está nublado. La luz del sol está allí mismo, pero necesitamos quitarnos los lentes para apreciarla.
¿Cómo vencemos esta indiferencia? Reconociendo que esto no es parte de nuestra naturaleza como hijos del Amor mismo. Nuestra naturaleza verdadera es afectuosa, considerada y generosa, atenta a todos a nuestro alrededor. Y podemos vivir expresando siempre esta verdad sobre nuestro ser.
Lo más valioso que podemos dar a los demás es ese amor que no pide nada a cambio. El amor que no critica ni condena, que sólo ve en el otro lo que Dios ve: al hijo de Dios, espiritual, sano y libre. Hay muchos ejemplos de este amor espiritual en la vida de Mary Baker Eddy, la descubridora y fundadora de la Ciencia Cristiana. Imbuida de este amor puro, muchas veces ella sanaba a otros sólo viendo en ellos la creación espiritual de Dios. Por ejemplo, una vez una señora que vivía en Concord, en Estados Unidos, tenía un costado del cuerpo paralizado, estaba en la miseria y su hogar era desdichado. Entonces un día se fue de su casa, y vio que por la calle pasaban muchas personas. Las siguió con curiosidad hasta Pleasant View, la casa donde Eddy estaba dando su mensaje a una multitud. Al final, se fue desalentada porque no había podido escuchar una palabra a tanta distancia. Se detuvo a llorar en la calle y vio que se acercaban caballos. Los miró y vio que la mujer del carruaje era la misma que había hablado desde el balcón de la casa, así que quiso verla más de cerca. Al pasar el carruaje frente a ella, Eddy se inclinó y la miró. Ninguna de ellas habló, pero la mujer sanó instantáneamente de la parálisis. Volvió a su casa, y encontró que la situación en su hogar había sanado (véase Mary Baker Eddy, una vida consagrada a la curación cristiana, pág. 215-218).
Este amor puro se expresa también en nuestras oraciones por los demás: una oración inspirada al tomar consciencia de que la presencia y el gobierno de Dios controla toda situación. Hace unos meses, una de mis hijas volvió del colegio llorando desesperada. Me contó que venía en el autobús, y a dos cuadras de nuestra casa el autobús había atropellado a un motociclista. Ocurrió que el conductor venía discutiendo con una pasajera y se distrajo. Las personas se alborotaron alrededor del motociclista, que había sido lanzado por el aire a la vereda de enfrente, donde cayó rompiendo un cantero.
Le pedí a mi hija que no llorara y que orara el Padre Nuestro. Yo también me puse a orar, y unos minutos más tarde me sentí movida a ir al lugar del accidente a ver cómo podía ayudar. El joven estaba echado boca arriba y se veía adolorido. Había solo un par de personas con él. Me acerqué y le pregunté qué necesitaba. Él estaba tratando de comunicarse con un familiar con su teléfono celular. Cuando lo logró, le dije que podía cerrar los ojos y descansar, que yo me iba a quedar cuidando de él hasta que llegaran su familiar y la ambulancia que los vecinos habían pedido. Me dijo que le dolían mucho la espalda, las piernas y la cabeza; su casco se había roto por el impacto. Lo tranquilicé y me puse a orar, mientras esperaba que llegara la ambulancia.
Oré con ideas del libro Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, escrito por Mary Baker Eddy. Allí ella explica que no pueden ocurrir accidentes en el reino de Dios, bajo el gobierno de la Providencia divina. Reconocí que este joven era un hijo de Dios, continuamente dirigido y protegido por Dios, y que nunca había caído del abrazo protector del Amor divino. Envuelto en la bondad del Amor, no podía sufrir lesión ni dolor. La paz, la salud y el amor lo llenaban todo, y él estaba a salvo. Pronto me dijo que se sentía mejor, y así conversamos hasta que llegó su primo y la ambulancia. Le dejé mi número de teléfono.
Un mes después me llamó y pidió visitarme. Me contó que sólo había tenido una leve lesión en los pies, y que ya estaba repuesto. Me agradeció mucho la ayuda, y conversamos sobre cómo se expresaban en su vida el bien y la justicia, de modo que podíamos tener confianza en que la compañía de seguros iba a cubrir los arreglos de su motocicleta.
Esta oportunidad de poder ayudar a otro en un momento de urgencia me llenó de alegría y gratitud a Dios.
¡Qué gozo nos da poder ayudar a los demás de esta manera!