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Sana de los efectos de un accidente

Del número de abril de 2013 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Original en español


Como un faro de luz llegó el libro Ciencia y Salud a mi vida, trayéndome un sentido de armonía y paz. De este libro he aprendido el amor, la sabiduría y el poder que manifiesta Dios en nuestra vida cuando enfrentamos problemas de salud.

La Ciencia Cristiana ha sido mucho más que una religión para mí. He aprendido que es una forma de vida que nos libera de las limitaciones. El estudio de Ciencia y Salud también nos ayuda a descubrir nuevas facetas de nuestra relación con Dios como Sus hijos. Por ser una Ciencia, puedo comprobar y demostrar que verdaderamente fuimos hechos a Su imagen y semejanza, y superar situaciones difíciles, tanto de salud como en nuestra relación con los demás.

Hay un pasaje de Salmos que tengo siempre presente: “Renueva un espíritu recto dentro de mí” (51:10). Me gusta la palabra “renueva” porque siento que cuando cometo algún error, o pienso o digo algo equivocado, Dios me ayuda a purificar mi pensamiento, a renovarlo.

Por su parte, el estudio diario de las Lecciones Bíblicas Semanales, me ayuda a mantener mi pensamiento receptivo para percibir las ideas de la Mente divina, cuando enfrento alguna situación. Estas explicaciones tan palpables del poder y el amor de Dios, me fortalecen y me dan la certeza de que Él me sostiene.

Un día, hace muchos años, pude comprobar el cuidado y el amor de Dios, cuando me encontraba en una reunión de trabajo con la Comisión Directiva de mi iglesia filial de la Ciencia Cristiana.

En los cimientos del edificio de la iglesia se encuentra un manantial natural. Las lluvias acrecientan el nivel del agua, que sólo se puede vaciar mediante una bomba, y hay que estar vigilándolo. Ocurrió que un día, junto con otros miembros de la Comisión, fuimos a revisar ese manantial. Yo iba adelante, un poco apresurada, tanteando en tinieblas para encender el interruptor de la luz del sótano y poder iluminar la escalera para bajar. De pronto, me di cuenta de que había pasado el lugar donde estaba el interruptor, y estaba caminando en el aire y a oscuras, y caí estrepitosamente al sótano.

Esa mañana yo había estado orando y estudiando la Lección Bíblica. Recuerdo que había percibido claramente que no debíamos aceptar la creencia en la muerte ni que pueda haber dificultades que parezcan no tener solución. Tenía claro en mi consciencia la firmeza y seguridad de que todo lo podemos resolver orando y estudiando con persistencia, para poder así encontrar nuestra unidad con Dios.

Desde el pie de la escalera hasta la pared opuesta de la habitación hay unos dos metros y, según me contaron mis compañeras, yo pegué la cabeza contra esa pared y perdí el conocimiento. Debido al impacto, mi cabeza comenzó a sangrar profusamente. Cuando recuperé la consciencia, mis colegas me habían subido a la planta baja y sentado en un sillón. Les pregunté lo ocurrido y me dijeron que todo estaba bien y que habían estado orando, manteniéndose muy firmes en lo que es el hombre como hijo de Dios: perfecto, completo, que no sufre accidentes, pues el hombre nunca deja de estar bajo el cuidado y protección de Dios.

Aprendí que nada me puede quitar ese don espiritual y perpetuo que Dios me ha dado.

Una experiencia similar le ocurrió al joven Eutico, en la Biblia. Mientras escuchaba al Apóstol Pablo dando una charla, Eutico, que estaba sentado en la ventana de un tercer piso junto a un grupo de gente, se durmió y cayó a la calle, donde lo levantaron muerto. Pablo los calmó diciendo: “Estén tranquilos que está vivo”. Luego abrazó al joven y lo levantó con la certeza de que es Dios el que da la vida, la sostiene y la mantiene. Pronto el joven estuvo perfectamente bien (véase Hechos 20:7-12).

Yo pienso que conmigo pasó algo similar, porque ninguna de mis compañeras pensó que yo tenía un hueso roto ni que estaba muerta, a pesar de haber perdido el conocimiento y no responder. Ellas tuvieron valentía espiritual, esa fuerza interior que las hizo levantarme entendiendo que, como hija de Dios, yo no podía ser víctima de una situación adversa. Así que todo se resolvió armoniosamente. Después de un rato, la herida dejó de sangrar, y ya no tenía ninguna molestia. De modo que pudimos terminar la reunión sin dificultades, hasta bien tarde por la noche.

Para mí esto fue una prueba del cuidado de Dios porque la altura entre la planta baja y el sótano era considerable. Sólo la oración de mis compañeras pudo hacer que recobrara el conocimiento y dejara de sangrar. Yo me sentí inmensamente protegida y para mí fue como volver a vivir.

Cuando llegué a casa, mi mamá que es una persona mayor y vive conmigo, se enteró de lo ocurrido y sintió tanto temor por mí que me pidió que fuera al hospital, porque de otro modo ella no iba a poder dormir. Ya no sangraba y no tenía dolor alguno. Si bien no me medicaron, me dieron nueve puntadas en la cabeza, y la herida sanó en pocos días. No hubo consecuencias posteriores del accidente.

Esta experiencia fue para mí una demostración más de que Dios es mi Vida y que la acción divina está siempre presente para bien. Aprendí que nada me puede quitar ese don espiritual y perpetuo que Dios me ha dado.

Dios siempre responde a nuestras necesidades, así que para mí es un cántico a la vida el poder compartir esta experiencia.

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