En 1995, mi salud comenzó a deteriorarse. Los médicos diagnosticaron que tenía cáncer. La enfermedad fue carcomiendo cada vez más la planta de mis dos pies hasta el hueso. Llegó un punto en que los doctores declararon que la condición era incurable, y en un último intento de sanarme me dieron la opción de amputarme las dos piernas. Llena de desesperación, mi familia recurrió a todas las formas posibles de terapia, entre otras, la tradicional medicina africana y la oración de fe con ministros y sacerdotes. Pero todo fue en vano. Fue entonces que, postrado en cama y sin esperanza alguna, mi tío materno me dio a conocer la Ciencia Cristiana.
Lamentablemente, su acto de amor no le cayó bien al resto de mi familia, pero él no se desalentó porque lo que más le importaba era verme sano.
Un domingo, trajo a mi casa a un amigo de la Ciencia Cristiana que sintió mucha compasión por mí. Este amigo me pidió que aceptara la oferta de mi tío y probara el tratamiento en la Ciencia Cristiana. Me habló del amor de Dios con convicción. ¡Yo estaba muy atemorizado y sus palabras me animaron mucho! Este amigo y el amor de mi tío me alentaron a aceptar el tratamiento en la Ciencia Cristiana. Mi tío me sugirió que fuera a vivir a un lugar tranquilo donde pudiera orar con calma. Alquiló un cuarto para mí con el apoyo de mi tía y mi abuela maternas.
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