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Herederos de la misma promesa

Del número de diciembre de 2015 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Original en portugués


Hace unos años, cuando trabajaba en proyectos sociales comunitarios en las afueras de São Paulo, la época de Navidad me permitió tener momentos de profunda reflexión espiritual. Enfrentada con el sincero deseo que tenían los niños de esas comunidades de dar y recibir regalos dentro de un ambiente familiar —y sin embargo, no poder disfrutar de dicha experiencia— comencé a comprender la importancia de pensar detenidamente en el significado más profundo y permanente de la Navidad.

Sin embargo, a medida que oraba por estos temas que tocaban el corazón de tanta gente, me di cuenta de que la Navidad realmente consiste en recibir un regalo. Pero se trata de un regalo que es muy superior a cualquier objeto material, fecha conmemorativa o rituales de una celebración. Es un presente que va más allá de cualquier otra consideración social, cultural o temporal, un regalo al cual todos tenemos acceso irrestricto, continuo y constante: es estar conscientes del Cristo, lo cual revela nuestra permanente e inquebrantable unidad con Dios.

Al cumplir su misión, Cristo Jesús bendijo a la humanidad con un presente muy valioso: la promesa de que la herencia del bien eterno y espiritual está universalmente al alcance de la humanidad, en todo momento y lugar.

En su carta a los gálatas, Pablo explica: “Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo” (Gálatas 3:16). Más adelante en el mismo capítulo, Pablo concluye esta idea: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa” (versículos 28, 29).

La Era Cristiana trajo una comprensión más profunda del bien espiritual, revelando, a través del Cristo, que la promesa divina hecha a Abraham era universal. Una promesa que jamás ha dejado de ser —aun antes de la Era Cristiana— lo cual indica que no hay gente elegida, sino que todos siempre hemos sido y siempre seremos los “escogidos de Dios” (Colosenses 3:12).

Esta comprensión más elevada del verdadero regalo de Navidad, que el Cristo está revelando constantemente en nuestra consciencia, también nos muestra que el genuino significado de la Navidad es algo mucho más profundo que la celebración del nacimiento de Jesús. Se trata de reconocer el valor de la misión de su vida, de expresar el Cristo, la Verdad, con mayor perfección y pureza, a fin de que lo que ha estado siempre presente pueda revelarse con mayor plenitud; es decir, nuestra inquebrantable unidad con Dios.

 En la Ciencia Cristiana aprendemos que la unidad de Dios y el hombre sale a luz a medida que demostramos nuestra verdadera naturaleza y expresamos las cualidades de Dios cada vez más. De manera que, nuestra unidad con el Amor divino se expresa cuando reflejamos este Amor. Cada vez que expresamos amor por nuestro prójimo, o siempre que manifestamos cualidades divinas —tal como bondad, pureza, sabiduría, creatividad— en ese mismo momento, estamos expresando algo de nuestra unidad con Dios.

Esta promesa universal de unidad con el Amor divino —nuestra herencia— es nuestro verdadero y perpetuo regalo de Navidad. Y no necesitamos esperar hasta el día de Navidad para abrirlo y empezar a disfrutar de sus bendiciones, porque es un regalo por siempre presente. Si rechazamos el carácter universal de esta promesa, corremos el riesgo de creer que el bien es algo personal y, por lo tanto, limitado y finito. Esto lleva al fariseísmo, a tener sentimientos que no se originan en Dios, tal como falta de aprecio hacia nuestro prójimo o nosotros mismos.

En otras palabras, si creemos o suponemos que las cualidades que expresamos son personales, no estamos reconociendo que la Mente divina es la base de estas cualidades. Este sentido humano es como una casa construida sobre la arena, una casa que fácilmente puede hundirse, y transformarse en un sentido de inferioridad.

 Cuando no somos reconocidos por algo bueno que hemos hecho, puede que tengamos la desagradable sensación de que no somos lo suficientemente buenos. Cuán importante es, en esos momentos, recordar que el fundamento espiritual de todo lo que es bueno y verdadero es Dios, el Principio divino. Reconocer que este fundamento es universal, y que nadie está excluido de la totalidad del bien, es nuestra garantía de que el bien que reflejamos individualmente no puede hundirse en la arena del sentido personal.

Nuestra consciencia del amor universal que tiene Dios por todos Sus hijos permanece por siempre intacta.

Pensar de esta manera nos permite sentirnos realmente felices por el bien que se manifiesta en la vida de los demás, y nos capacita para saber que, como es en verdad una demostración de la ley divina, todos podemos demostrarla, porque todos estamos sujetos al mismo Principio inmutable de armonía universal. Por lo tanto, podemos regocijarnos naturalmente al ver las cualidades espirituales que otros expresan, sabiendo que estos dones divinos están al alcance de todos. En este sentido, regocijarnos por nuestro prójimo también significa regocijarnos por nosotros mismos.

Una de las cualidades esenciales que nos permiten recibir, con los brazos abiertos, los regalos que otorga el Cristo, es la humildad. La Biblia incluye una interesante curación de lepra que tuvo un oficial de alto rango del ejército de Siria, llamado Naamán, quien enfrentó muchos desafíos para superar la creencia de que el bien es personal, y para sanar (véase 2º Reyes 5:1–14). 

La clase social de Naamán era muy prestigiosa en la sociedad a la que pertenecía. Cuando se entera de que hay un profeta en Israel que puede sanarlo de su enfermedad, Naamán va a ver al rey de Siria, quien le dice que se presente ante el rey de Israel. Así que Naamán va a ver al rey de Israel con muchos regalos, en forma de tesoros y vestimentas. Además de esto, tenía una carta de recomendación del rey de Siria dirigida directamente al rey de Israel, solicitando la curación de su oficial. El rey de Israel piensa que esta es una excusa del rey de Siria para tener una disputa con él, pero el profeta Eliseo le dice al rey que él recibirá a Naamán.

No obstante, a pesar del alto nivel social de Naamán, Eliseo no lo recibe en persona, y a través de un mensajero, le pide a Naamán que se bañe en el río Jordán para ser purificado. Es entonces cuando se pone al descubierto el orgullo de Naamán. Con su orgullo herido, este se niega a obedecer el pedido del profeta. Pero el amor de sus sirvientes, al sugerirle humildemente que cumpla con esa simple solicitud, evidentemente conmueve su corazón. Finalmente, Naamán se vuelve humilde y desciende y se zambulle en el Jordán, y es sanado.

Un relato diferente de curación de lepra, que se encuentra en el Nuevo Testamento, es un buen ejemplo de cómo el tener humildad hace que seamos receptivos al Cristo. En el Evangelio según Marcos (véase 1:39–42), leemos que en una ocasión, cuando Jesús estaba en Galilea, se le acercó un leproso, “rogándole; e hincada la rodilla” le pidió que lo sanara. Más que ser un simple acto de desesperación, este fue un acto de humildad, como podemos ver en la actitud de este hombre, arrodillándose no simplemente ante el Jesús humano, sino ante el Cristo que Jesús expresaba. Conmovido por la misericordia, Jesús toca al hombre y dice: “Quiero, sé limpio”, y el hombre sana instantáneamente.

¿Cuál es la diferencia entre estos dos relatos de curación? Estas dos experiencias diferentes comienzan con dos actitudes diferentes. La humildad es lo que nos capacita para recibir el verdadero regalo de Navidad, que nos trae el Cristo eterno, el cual siempre ha existido y ha sido vislumbrado por patriarcas y profetas a lo largo de los tiempos. Cuando Naamán alcanza este punto de humildad, la misma humildad que el leproso que Jesús sanó expresó desde el principio, Naamán es sanado. De la misma manera, todos podemos preguntarnos: ¿Tenemos acaso que dejar de lado alguna “carta de recomendación” para poder arrodillarnos con esa humildad que nos hace receptivos a la curación? O bien, ¿estamos acaso siempre listos para expresar humildad y recibir el regalo que el Cristo nos da?

Por ser la imagen y semejanza de Dios, todos nosotros, ahora mismo, incluimos humildad y entendimiento espiritual. De modo que en realidad tenemos la habilidad que Dios nos ha dado de reconocer la presencia constante del Cristo en nuestra experiencia. Como escribe Mary Baker Eddy: “Nada de lo que Dios da se pierde; …” (Escritos Misceláneos 1883–1896, pág. 111). Nuestra verdadera naturaleza espiritual está siempre en la cumbre de la perfección, y nunca ha sido tocada por el error o el pecado de ninguna clase. Por lo tanto, nuestra consciencia del amor universal que tiene Dios por todos Sus hijos permanece por siempre intacta, y esto puede demostrarse mediante la curación y el crecimiento espirituales.

Al permitir que el peso del materialismo que aparenta separarnos de Dios, y, por ende, de nuestro prójimo, se desmorone, empezamos a ver a todos sobre la misma base, en la misma situación espiritual de perfección y pureza. Esta consciencia espiritual revela que todos estamos en el mismo punto de vista del Cristo, pues, por ser el reflejo de Dios, todos somos herederos de la misma promesa de armonía perpetua. Este es el verdadero regalo que nos trae el Cristo, el mejor presente que podemos recibir, en cualquier momento del año.

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