Hace unos años, a principios de unas muy deseadas vacaciones, que habían requerido meses de planeación, inversión económica y mucha expectativa, noté que tenía un bulto en la parte superior de una de mis orejas. Era doloroso, y yo tenía miedo de que esa condición no me permitiera disfrutar de mi tan esperado viaje.
Sin embargo, después de pensar una y otra vez en esa situación por un tiempo, sentí que era hora de callar y reconocer que vivimos eternamente en la atmósfera del Espíritu, no de la carne o la materia. Esta atmósfera del Espíritu es armonía pura y en ella no hay espacio para el dolor.
Recordé este pasaje de la Biblia: “Así que vivimos confiados siempre, y sabiendo que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor (porque por fe andamos, no por vista); pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2º Corintios 5:6–8). Estar “confiada”, sabiendo que reflejo la sustancia del Espíritu, me permitió no identificarme con el dolor y estar, por así decirlo, “ausente del cuerpo”, para dejar de identificarme a mí misma con el falso concepto de que mi identidad es corpórea y reconocer que la armonía es inherente a mi verdadera y única identidad, la cual es espiritual y perfecta.
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