A veces parece como que somos nuestros peores enemigos. Tendencias y rasgos de carácter obstinados contrarios a nuestros más elevados deseos, a menudo parecen quedarse afianzados como malezas imposibles de extirpar. En la Biblia hasta Pablo se lamenta: “No hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (Romanos 7:15).
Lo que “aborrecemos” puede que no siempre sean “grandes” cosas. Exigencias relacionadas con la psicología, el genio, el temperamento o la disposición, a veces puede que nos impidan avanzar en formas aparentemente pequeñas, justo cuando deseamos progresar espiritualmente. Por ejemplo, quizás reaccionemos con ira cuando sabemos que deberíamos estar tranquilos, ser pacientes o perdonar. Tal vez actuemos con egoísmo o falta de sensibilidad, cuando en verdad queríamos expresar más bondad y amor. O puede que habitualmente respondamos a los desafíos con consternación, vacilación o pesimismo, en lugar de con expectativa de progreso y curación, lo cual nos ayudaría a avanzar y a sanar más rápidamente.
Dado que el cuerpo, así como nuestra experiencia en general, exterioriza lo que ocurre en nuestro pensamiento, es bueno estar conscientes de estas tendencias y no permitir que se queden por ahí y nos amarguen. Pero al mismo tiempo, es igualmente importante comprender que no tienen ningún fundamento verdadero en nosotros. Nunca formaron parte de un paquete material que nos hayan entregado por herencia, que se haya ampliado durante años de crianza, y marcado con el rótulo de “Esto es lo que soy”, porque jamás ha existido un paquete semejante.
Mary Baker Eddy, quien descubrió y fundó la Ciencia Cristiana, aprendió que en lugar de ser el fruto material y defectuoso, ya sea de la materia o de Dios, somos, en realidad, espirituales. Nuestro origen es el Espíritu, y expresamos la perfección del Espíritu. En Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, la Sra. Eddy escribe acerca de la individualidad real de todos: “El hombre es espiritual y perfecto; y porque es espiritual y perfecto, tiene que ser comprendido así en la Ciencia Cristiana”. Y más adelante, ella describe al hombre como “…lo que no tiene ni una sola cualidad que no derive de la Deidad;…” (pág. 475).
Cristo Jesús enseñó que somos los hijos de Dios, los hijos del Espíritu, no de la carne. Y enseñó que la verdad de nuestra perfección puede demostrarse aquí mismo y ahora. Él dijo: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48).
Lo que sea que en nuestro pensamiento o carácter tienda a retrasarnos espiritualmente, no puede haber sido producido por Dios, el Amor divino, como tampoco pudo habérnoslo impartido el Amor. De modo que no tiene una realidad obstinada. El Amor divino no solo es demasiado bueno como para afligir a su descendencia con una naturaleza problemática, el Amor ni siquiera conoce una naturaleza así. Solo conoce su propia bondad infinita y expresa esa bondad en cada uno de nosotros.
Desde la eternidad, antes de que siquiera pareciera haber un sentido mortal de identidad, somos la expresión radiante de Dios. El Amor divino está por siempre glorificando su naturaleza en nosotros, confiriéndonos continuamente sus bellas y perfectas cualidades, con toda la armonía, la fortaleza y la libertad que las mismas brindan.
Debido a nuestra maravillosa herencia espiritual, es normal y natural que expresemos dominio, sabiduría y paz en nuestras actividades diarias. Es normal sentirnos felices al amar a otros con generosidad, siendo sensibles a sus necesidades, olvidándonos cada vez más de nosotros mismos al ayudar a responder a las necesidades de la humanidad. También es normal para nosotros responder a los desafíos con confianza y con la expectativa natural de que habrá curación.
El conocimiento que tiene el Amor de su totalidad y de nuestra identidad perfecta como idea, o imagen, espiritual del Amor, es una ley que nos regenera y purifica. Es la ley del Cristo, forzando a los pensamientos y tendencias erradas a dar lugar a la evidencia de nuestra verdadera naturaleza espiritual. Tarde o temprano, comenzamos a sentir los efectos de esta ley afectuosa, y gustosamente cedemos a ella. Es entonces cuando los rasgos que parecen tan obstinados comienzan a desaparecer.
Al haber trabajado y orado para superar rasgos indeseables yo mismo, he llegado a apreciar —como muchos lo han hecho— la importancia de la sinceridad, la persistencia y la paciencia, y las recompensas que estas traen: la purificación, la libertad y la alegría que vienen a través de nuestros esfuerzos sinceros.
Es gratificante saber que la promesa de Pablo es verdad: “Vuestro trabajo en el Señor no es en vano” (1º Corintios 15:58). Si nuestro móvil es honrar y obedecer a Dios al esforzarnos por reflejarlo más plenamente, entonces encontraremos al Cristo amoroso —la tierna presencia y poder de Dios— a nuestro alcance, apoyando nuestros esfuerzos y produciendo resultados. El Cristo disuelve nuestra creencia en los rasgos materialistas y toda sensación de estar atados a ellos. Las flaquezas desaparecen. Las debilidades son fortalecidas. Donde había tal vez una tendencia a dudar atemorizados frente a los desafíos, encontramos en su lugar la habilidad natural de agradecer a Dios y de avanzar espiritualmente, apoyándonos expectantes en Su ayuda.
Con el progreso espiritual, lo que pensábamos que eran tendencias obstinadas, desaparecen, probando así que jamás fueron realmente obstinadas o reales. Lo que queda en su lugar es la evidencia de la perfección eterna, la firme bondad que es nuestra para que la reclamemos, aquí y ahora.
David C. Kennedy
