El abuso de poder en el gobierno o en el sector privado para beneficio personal, actúa como un freno en la economía, llegando a más del 5 por ciento del producto interno bruto del mundo. Pero más allá del costo económico, debido a las distorsiones del mercado causadas por la corrupción, se encuentra el tema de la seguridad; pensemos por ejemplo en el oficial de policía que acepta un soborno en lugar de insistir en las normas que debe cumplir en la ruta un camión que transporta petróleo, o el inspector de seguridad que, por un “honorario”, da el visto bueno a una fábrica que no cumple con los requisitos establecidos. En verdad, la corrupción puede afectar grandemente la calidad de vida de una nación. Y donde el sistema de justicia es susceptible de ser comprado, puede ser difícil sentirse feliz con tus vecinos y tu país.
Si bien las leyes que insisten en que haya transparencia ciertamente cumplen una función clave, eliminar la corrupción a la larga requiere de un cambio de actitudes y percepciones. Es aquí donde nuestro concepto de Dios entra en escena. ¿Acaso la humanidad trabaja bajo una idea equivocada acerca de Dios, y ese sentido “corrupto” de Dios influye nuestra percepción de quienes nos rodean, rebajando nuestras expectativas de nosotros mismos y de los demás, disminuyendo nuestra expectativa de calidad de vida?
Cuando San Pablo predicó en las colinas del Areópago en Atenas, él instruyó a sus oyentes acerca del “Dios no conocido” (Hechos 17:23). Él dejó a un lado los estereotipos acerca de Dios, que lo presentan como un ser espiritual y lejano que creó el mundo, y que generalmente deja que nosotros decidamos si queremos ser morales o no, castigándonos luego aquí o en el más allá, por nuestro comportamiento. Pablo definió a Dios como un Dios al que podemos conocer.
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