Viví en Nicaragua por un tiempo durante el cual surgieron casos de una enfermedad llamada chikungunya. Desde la primera vez que escuché hablar de la misma, mantuve mi pensamiento en el hecho de que las enfermedades no provienen de Dios, y que por tanto, no tienen ningún poder verdadero. El mismo nombre de la enfermedad era para mí tan raro que sonaba chistoso y hasta ridículo, y esto me ayudó a tomar una posición mental tal, que nunca tuve miedo de ella.
Con el paso del tiempo, la enfermedad parecía ganar más y más atención del público. No sólo estaba en las noticias, donde se publicaba el número de nuevos casos que surgían, sino también en carteles y avisos que comenzaron a aparecer en lugares públicos. Yo oré para mantener mi pensamiento alejado de toda mención de la enfermedad y el miedo que la rodeaba, pero escuché lo suficiente sobre el tema por las personas con quienes trabajaba, como para llegar a saber cuáles eran los síntomas principales. Aun así, nada logró convencerme de que la enfermedad fuera algo con verdadera sustancia o poder.
Un día de repente experimenté algunos de los síntomas asociados con la enfermedad. Sabía, sin embargo, que nada había cambiado desde el día anterior con respecto al amor que Dios tenía por mí, así que me era muy claro que no tenía nada que temer. Oré afirmando que mi salud era un hecho ya establecido por Dios, no por las condiciones materiales, y que Él me había creado para tener una existencia armoniosa, y por tanto, sana. Esto me llevó a la conclusión de que mi integridad y salud estaban intactas en ese momento, y que siempre lo estarían. Me sentí en paz, sabiendo que estaba eternamente bajo el cuidado de Dios.
Dios me había creado para tener una existencia armoniosa, y por tanto, saludable.
Sentí los síntomas por unos dos o tres días, pero continué reconociendo que mi verdadera salud es un hecho presente e ininterrumpido, y en ningún momento tuve miedo o dolor. Me sentí un poco débil, pero pude cumplir con todas mis responsabilidades normales sin interrupción alguna. Nunca se me ocurrió solicitar atención médica, aunque eso era algo que otra gente que tenía los síntomas hacía, porque sentí que el buen cuidado de Dios siempre era una ayuda suficiente. Después de ese corto período de tiempo, los síntomas desaparecieron por completo y nunca volví a experimentarlos.
Algo bonito que también quiero mencionar es que tuve la oportunidad de ayudar a un amigo, quien mostraba síntomas de la enfermedad al mismo tiempo que yo. Cuando llegué a su casa un día al mediodía, él estaba acostado en un sofá y su temperatura corporal era muy alta. Aparentemente no se había movido de allí en toda la mañana.
Al entrar en la sala donde estaba sentí que el ambiente era pesado, así que después de traerle algo frío para tomar, me senté en otro sillón y le comencé a hablar con el fin de enfocarnos en algo que nos levantara el ánimo. Le dije que yo no temía los síntomas que se me estaban presentando y que tampoco me impresionaban los que él sentía. Mi propósito de estar allí no era para concentrarme en los síntomas o tenerle lástima, sino invitar a que la luz llenara nuestros pensamientos y eliminara toda sensación de agobio que pudiera estar allí. En menos de dos horas, su temperatura había bajado mucho y se levantó de su lugar en el sofá. No me acuerdo de qué hablamos exactamente esa tarde, pero sí sé que regresé a mi casa agradecida por el poder del bien que había bendecido el momento que pasamos juntos.
Mi amigo también se liberó de los síntomas en unos días, y sin necesidad de ser atendido por los médicos. Él tardó un poco más que yo en sanarse, pero pienso que dio un paso importante de progreso aquella tarde cuando lo fui a visitar porque, aunque sea por un corto tiempo, se olvidó del temor al permitir que mejores cualidades de pensamiento —como son la alegría, el amor y la esperanza— tomaran su lugar. Algo que me gustó de esta experiencia fue que pude ayudar a alguien más con un problema, aunque yo también lo estaba enfrentando al mismo tiempo. Para mí, fue otra prueba de que el Amor divino no tiene límites.
Emily Sander, Boston
