Viví en Nicaragua por un tiempo durante el cual surgieron casos de una enfermedad llamada chikungunya. Desde la primera vez que escuché hablar de la misma, mantuve mi pensamiento en el hecho de que las enfermedades no provienen de Dios, y que por tanto, no tienen ningún poder verdadero. El mismo nombre de la enfermedad era para mí tan raro que sonaba chistoso y hasta ridículo, y esto me ayudó a tomar una posición mental tal, que nunca tuve miedo de ella.
Con el paso del tiempo, la enfermedad parecía ganar más y más atención del público. No sólo estaba en las noticias, donde se publicaba el número de nuevos casos que surgían, sino también en carteles y avisos que comenzaron a aparecer en lugares públicos. Yo oré para mantener mi pensamiento alejado de toda mención de la enfermedad y el miedo que la rodeaba, pero escuché lo suficiente sobre el tema por las personas con quienes trabajaba, como para llegar a saber cuáles eran los síntomas principales. Aun así, nada logró convencerme de que la enfermedad fuera algo con verdadera sustancia o poder.
Un día de repente experimenté algunos de los síntomas asociados con la enfermedad. Sabía, sin embargo, que nada había cambiado desde el día anterior con respecto al amor que Dios tenía por mí, así que me era muy claro que no tenía nada que temer. Oré afirmando que mi salud era un hecho ya establecido por Dios, no por las condiciones materiales, y que Él me había creado para tener una existencia armoniosa, y por tanto, sana. Esto me llevó a la conclusión de que mi integridad y salud estaban intactas en ese momento, y que siempre lo estarían. Me sentí en paz, sabiendo que estaba eternamente bajo el cuidado de Dios.
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