Recientemente, he estado pensando mucho en el encuentro que relata el Nuevo Testamento entre Cristo Jesús y Zaqueo, “jefe de los publicanos” (véase Lucas 19:1–10). Cuando Zaqueo se entera de que Jesús estaba pasando por Jericó, este hombre rico y bajo de estatura “procuraba ver quién era Jesús”. Al darse cuenta de que no sería lo suficientemente alto como para verlo por encima del gentío, Zaqueo se adelanta corriendo y trepa a un árbol sicómoro.
Cuando Jesús llega al árbol y se da cuenta de que Zaqueo está sentado ahí, debe de haber percibido que el pequeño publicano tenía una gran necesidad, y en consecuencia lo alentó a que lo invitara a su casa. Este gesto molestó a los que estaban allí, quienes murmuraron que Jesús “había entrado a posar con un hombre pecador”.
Por ser un descendiente de Abraham que trabajaba como recaudador de impuestos para el Imperio Romano, sus compatriotas judíos consideraban que Zaqueo era un traidor. Los recaudadores de impuestos eran despreciados por corruptos, y Zaqueo no era la excepción. Pero, ¿por qué estaba tan deseoso de ver a Jesús? ¿Acaso había visto en lo más profundo de su ser que tal vez había algo errado en su vida? ¿Quizás secretamente anhelaba tener integridad?
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