Al mirar nuestro jardín de atrás a través de la ventana de mi cocina, vi a mi hijo, de casi dos años, sentado bajo un hermoso árbol en flor, con unos cachorros en su regazo y dos grandes globos rojos por encima de su cabeza. Se veía tan tranquilo y feliz; me pareció que era la imagen misma de la felicidad pura.
Sin embargo, al volver a mirar por la ventana, vi que uno de los globos se había reventado, y la escena que veía era muy diferente. Ahora, sentado frente a mí, había un niñito triste con la cara roja y lágrimas que corrían por su rostro. Estaba mirando el globo rojo en el suelo, tratando de unir los pedazos, completamente ajeno a los dos encantadores cachorros que jugaban a su lado con la cuerda verde que había sujetado el globo.
Sentí compasión por él. Habíamos visto volar muchos globos y con la mano les habíamos dicho adiós, pero esto era algo nuevo para mi pequeño. Allí estaba sentado, viendo que su globo no se podía reparar. Al evaluar la situación, oré, sabiendo que la felicidad y el amor de Dios por nosotros son permanentes, porque son cualidades espirituales que siempre tenemos de Dios; no dependen de que un globo esté lleno de helio. Supe de todo corazón que el amor de Dios es tierno, dulce, bondadoso y lleno de esperanza.
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