De niña, nunca quería dar mi opinión o llamar mucho la atención. Mejoré un poco respecto a esa falta de confianza en mí misma cuando empecé a asistir a un campamento para Científicos Cristianos todos los veranos, y aprendí a identificarme espiritualmente: que soy buena y valiosa, como Dios me creó. Sin embargo, cuando estaba por terminar mi carrera universitaria, toda esa sugestión de que no era lo suficientemente buena volvió a manifestarse.
Lo curioso era que durante esa época yo estaba orando por muchas otras cosas, como situaciones que estaban ocurriendo en mi comunidad y en el mundo. Todo eso me parecía mucho más importante que mis propios asuntos, así que dejé de pensar en mí misma. Fue entonces que empecé a tener una serie de problemas físicos, entre ellos, perdí la voz y tenía dificultades en un ojo. Sabía que algo tenía que cambiar. Pero ¿qué?
Días después, hubo una charla metafísica sobre la mujer en mi universidad. La profesora que dio la charla relató historias sobre llegar a ser un adulto, las luchas que había enfrentado, y cómo se había apoyado en la oración para lidiar eficazmente con los desafíos. Una de las cosas que más me impactaron de esa charla fue que ella oraba por sí misma todos los días. Cuando se ponía a orar, utilizaba los primeros 15 minutos para verse a sí misma claramente como Dios la había hecho. Admitió que al principio cuando comenzó a orar por sí misma todos los días, esos 15 minutos le parecían muy largos. Pero a medida que sus oraciones se volvieron más fáciles, los 15 minutos transcurrían muy rápido.
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