La novela clásica de Charles Dickens Historia de dos ciudades [A Tale of Two Cities] abre con las palabras: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos…la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada...”. Siempre me ha gustado la iglesia, pero hubo un tiempo en que esa representación de los extremos definía bastante bien mi experiencia de iglesia; en mi caso, se hubiera llamado: “Historia de dos iglesias”.
La primera iglesia tenía un sentimiento de verdadera santidad. La bienvenida entre los miembros era mucho más que sonrisas felices y apretones de manos. Había verdadera alegría y apoyo, y una energía que hacía que la gente sintiera que estaban trabajando juntos para traer la curación cristiana a sus propias vidas y a la comunidad. La oración en los servicios era poderosa y de gran alcance. El sermón nos elevaba. Simplemente, sentíamos a Dios allí, y no hubiéramos querido estar en ningún otro lugar.
Pero la otra iglesia se sentía, a falta de una palabra mejor, mecánica. Los miembros estaban preocupados y cargados con las tareas de la iglesia, trabajando de forma automática en vez de amar realmente a Dios y a los demás. Los pocos miembros presentes me llevarían a preguntarme cuánto tiempo más esta iglesia podría permanecer abierta. Me marcharía de esos servicios sintiéndome desanimado y triste.
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