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Original Web

¿Cómo nos liberamos de juzgar a los demás?

Del número de abril de 2022 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Apareció primero el 6 de diciembre de 2021 como original para la Web.


¿Consiste la vida en juzgar y ser juzgado? A veces pareciera que sí. Hoy en día, hay numerosos foros públicos para expresar opiniones y sentimientos, y gran parte de los comentarios son duros y críticos, y a menudo injustos.

¿Cómo nos liberamos de juzgar a los demás o de encontrarles fallas? ¿Y por qué querríamos hacerlo? Cristo Jesús, el Mostrador del camino para todos nosotros, nos dice por qué en su Sermón del Monte: “No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados” (Lucas 6:37).

Hay muchos incentivos para renunciar a juzgar, tanto a nosotros mismos como a los demás. No obstante, puede parecer difícil, especialmente cuando se siente justificado, no caer en esa actitud crítica y condenadora, y a veces incluso llegar al extremo de “cancelar” a alguien (la versión moderna de rechazar) si dice o hace algo con lo que no estamos de acuerdo o nos parece ofensivo.

Puede parecer difícil, especialmente cuando se siente justificado, no caer en esa actitud crítica y condenadora.

Pero Jesús no canceló a nadie. Amaba a todos, tanto a los justos como a los miserables. Sabía que Judas lo iba a traicionar; sin embargo, lo invitó a cenar. Sabía que Pedro lo iba a negar tres veces; no obstante, después le preparó el desayuno y lo perdonó. Él no justificaba ni excusaba el mal o el pecado; lo separaba de la verdadera identidad espiritual del pecador: “No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio”, dijo (Juan 7:24).

¿Cómo lo hacemos? Prestando atención a la Regla de Oro y tratando a los demás como nos gustaría ser tratados. Expresando el amor puro que sana, que juzga al otro no según lo que percibimos con los sentidos físicos, sino por lo que discernimos con el sentido espiritual.

La Ciencia Cristiana enseña que la vida de Cristo Jesús fue una vida científica, en el sentido de que basó su juicio en verdades demostrables, en los hechos espirituales del ser. Enseñó que Dios es todopoderoso, del todo bueno, el único creador del universo, que Su creación es espiritual, y que el hombre está hecho a semejanza de Dios, es decir, sin pecado. Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, escribió en su obra seminal, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Jesús contemplaba

en la Ciencia al hombre perfecto, que a él se le hacía aparente donde el hombre mortal y pecador se hace aparente a los mortales. En este hombre perfecto el Salvador veía la semejanza misma de Dios, y esta perspectiva correcta del hombre sanaba a los enfermos” (págs. 476-477).

En efecto, Jesús veía las cosas como realmente eran. Su modo de sanar era una revelación de la verdadera naturaleza del individuo como espiritual, la expresión del Amor divino, Dios. Jesús separaba el pecado del pecador, y así los reformaba. Pudo practicar y predicar el amor incondicional porque reconocía a los hijos de Dios como impecables, solo con cualidades dignas de ser amadas. Aferrarse a esta visión espiritual de nuestro prójimo es seguir la Regla de Oro, es amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos y es la única manera de ayudar y sanar verdaderamente a la humanidad.

En mi propia vida he tenido muchas vislumbres del poder sanador de juzgar desde este punto de vista espiritual.

Hace muchos años, cuando me desempeñaba como bibliotecaria jefa de la Sala de Lectura de la Ciencia Cristiana de mi filial de la Iglesia de Cristo, Científico, una amiga y colega miembro de la iglesia entró en la Sala de Lectura mientras yo estaba de turno. Hablamos por unos momentos, y luego ella dijo con mucha tristeza que le encantaría trabajar en la Sala de Lectura, pero no podía porque había comenzado a fumar de nuevo. Ella aspiraba a encontrar su satisfacción en Dios, el Espíritu, y liberarse de esta adicción material, y creía que hasta que no probara que estaba completamente libre de este hábito, sus oportunidades de servir participando en las actividades de nuestra iglesia eran limitadas.

Puede parecer difícil, especialmente cuando se siente justificado, no caer en esa actitud crítica y condenadora.

Ahora, para ser sincera, yo no puedo tolerar que alguien fume, y debo admitir que a veces he tenido la tentación de ser crítica con los que fuman. Pero en aquel momento no tuve la tentación de juzgar o criticar, mental o audiblemente. En verdad, ninguna en absoluto. Me conmovió su honestidad y humildad. Nos sentamos en quietud durante unos minutos, compartiendo un silencio lleno de oración. Oré para saber qué palabras correctas debía decir; estoy segura de que ella también estaba orando. Las dos estábamos reconociendo a nuestra propia manera la omnipresencia del amor sanador, salvador y total de Dios.

Y luego me escuché a mí misma decir: “Bueno, ¿planeabas fumar mientras estabas de turno?”.

“¿Qué?”, exclamó mi amiga. (Ella nunca habría pensado ni por un momento que esto era apropiado.)

“Porque, por supuesto, no tenemos ningún cenicero en la Sala de Lectura”, le dije. “Pero si quieres servir”, continué, “y estás orando para dejar de fumar (y ella me había dicho que lo estaba), entonces nada puede detenerte. Y no puedo pensar en un mejor lugar para estar que aquí”.

Aunque las palabras que habían salido de mi boca me sorprendieron incluso a mí, parecían ser la respuesta a la oración. Ayudaron a aliviar la carga de la culpa y la condena propia de mi amiga.

Se convirtió en miembro del personal de la Sala de Lectura, y muy poco después la adicción al tabaco desapareció para siempre. Ella me dijo que el hecho de que se le permitiera servir, y no fuera criticada por mí o por nadie más, contribuyó mucho a su curación permanente. Otros miembros de la iglesia, que sabían que ella confiaba en la Ciencia Cristiana para dejar de fumar, también le habían dado su apoyo amoroso. Se me ocurrió que esta persona podría haber luchado durante mucho tiempo —tal vez incluso dejado de asistir o pertenecer a la iglesia— si no hubiera sentido ese apoyo.

El juicio injusto que heriría en lugar de sanar está arraigado en un concepto material y erróneo del hombre que genera temor y desprecio hacia los demás. Nos impulsa a justificar nuestras propias acciones, opiniones o creencias, y a querer mostrar que nosotros tenemos razón y aquellos que no están de acuerdo con nosotros están equivocados. Este es una opinión errada, que carece del espíritu del Amor divino, y divide en vez de unir. Ciertamente no es persuasivo. No procede del Amor, Dios. ¡Y Dios no nos dejará salirnos con la nuestra! Un verso de un poema de la Sra. Eddy muy querido dice acerca de Dios:

Lo rebelde rendirás,
lo cruel herirás;
la justificación propia acallarás;
de su sueño al mundo habrás
Tú de despertar.
(“‘Apacienta mis ovejas’”, Escritos Misceláneos, pág. 397, según versión en inglés)

La justificación propia no tiene nada que ver con el juicio justo, porque este no tiene ningún elemento de la obstinación material o humana. Podemos ser tan claros acerca del bien y del mal como lo fue Cristo Jesús, sin quedar atrapados en la resaca de los chismes, las críticas o la condena. Podemos amar en lugar de denigrar. Podemos comenzar a tratar a nuestro prójimo como nos gustaría ser tratados: con amabilidad, compasión, paciencia y perdón. Pero este proceso comienza con querer hacerlo, con ceder a la voluntad del Amor divino y juzgar con justo juicio. Esto es poderoso. Transformador. Sanador.

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