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EDITORIAL

Hagamos nuestra la resurrección

Del número de abril de 2022 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Del número de abril de 2022 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Muchas personas sienten algo muy especial al estar en la iglesia el día de Pascua. Pero ¿qué tiene esta celebración que evoca lo sagrado? Debe ser algo más que tradición y ceremonia. ¿No es la maravilla de que Jesús caminó hacia la crucifixión, entregó su vida por sus amigos y luego reapareció en la resurrección y ascensión, demostrando que había vencido el mundo material? Para muchos, esta época brinda un sentimiento de asombro ante el poder del Amor divino para redimirnos incluso de las circunstancias más atroces.

En la Ciencia Cristiana, la Pascua nos enfrenta a este gran desafío: tener fe en la vida y en el bien, allí mismo donde la muerte y el mal parecen ser la realidad. Nos invita a abandonar el concepto de que nacemos en este mundo y encontraremos la vida eterna después de la muerte, y a aceptar, en cambio, que aquello que es inmortal es eternamente inmortal. “Sólo podemos llegar a la resurrección espiritual cuando abandonamos la antigua consciencia de que el Alma está en los sentidos” (Mary Baker Eddy, Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 179). Y hallamos una renovada consciencia al dejar que el ejemplo de la resurrección de Jesús nos confirme la naturaleza indestructible de la vida como expresión de Dios, la Vida infinita. 

Podemos practicar alguna medida de esta resurrección espiritual diariamente a través de nuestro estudio y aplicación de la Ciencia Cristiana. Al enfrentar la tenaz creencia de que la vida es material, y elevarnos más en la comprensión espiritual, podemos seguir a Jesús. De esta manera, comenzamos a emerger de la oscuridad de la vida como mortales hacia la gloriosa luz del ser inmortal: coexistente con nuestro creador, Dios. 

El libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, explica la resurrección de la siguiente manera: “Espiritualización del pensamiento; una idea nueva y más elevada de la inmortalidad, o existencia espiritual; la creencia material cediendo ante la comprensión espiritual” (Eddy, pág. 593). Hacer nuestra la resurrección de Jesús es practicar este consentimiento a diario. Y el ímpetu para hacerlo es la disposición espiritual del Cristo, la influencia divina, siempre presente en la consciencia humana hoy como lo estuvo en el tiempo de Jesús. Este poder salvador estimula el pensamiento a elevarse más alto y con mayor alcance para ver nuestra vida como el resultado directo del Espíritu divino, con infinitas posibilidades, en lugar de conformarse con la superficialidad, la opacidad y la precariedad de la vida basada en el materialismo.

El Cristo es el poder resucitador que prueba que toda creencia de que la muerte es real es anulada por la realidad de la Vida inmortal, y que promete: Existe una comprensión y una gloria mayores a ser vistas y experimentadas. Jesús vino a mostrarle a la humanidad el poder de esta transformación. Al vencer la muerte en su resurrección y ascensión, enseñó que podíamos despojarnos del sentido mortal y personal de identidad mediante una mayor comprensión de la individualidad y el valor en el Cristo, la Verdad. Él dijo: “Si entregas tu vida por mí, la salvarás” (Mateo 10:39, NTV). 

La palabra griega traducida como “vida” aquí es psykhē, y se refiere a una identidad personal y egotista. Por lo tanto, perder esto es perder un sentido emocional, mortal y defectuoso de nosotros mismos para ser transmutados en algo más grande. Jesús finalmente resolvió el problema del ser. Al renunciar por completo a un sentido corporal de la vida, emergió en la gloria de la identidad en el Espíritu que refleja la belleza y la bondad de Dios. Los discípulos sintieron esta poderosa transformación y la experimentaron hasta cierto punto ellos mismos. 

“Por todo lo que los discípulos experimentaron, se volvieron más espirituales y comprendieron mejor lo que el Maestro había enseñado. Su resurrección fue también la resurrección de ellos. Los ayudó a elevarse a sí mismos y a otros del embotamiento espiritual y de la creencia ciega en Dios a la percepción de posibilidades infinitas” (Ciencia y Salud, pág. 34). La Pascua nos invita a conocernos mejor a nosotros mismos; a comprender la verdadera individualidad que coexiste para siempre con Dios, que nunca nace materialmente y jamás está sujeta a la muerte. Al tener en cuenta esto, nos elevamos del embotamiento espiritual hacia una experiencia de vida nueva, de inspiración, de paz más profunda y libertad. Ceder al Cristo vuelve el pensamiento hacia las gloriosas posibilidades de la vida en el Espíritu, de la belleza y bondad divinas. 

No podemos practicar la resurrección sin la crucifixión. Todos experimentaremos momentos de crucifixión; momentos en los que perdemos el sentido mortal de paz, consuelo, alegría y esperanza, y quizá no veamos el camino a seguir; así como los discípulos no pudieron prever, durante la oscuridad de los días de Jesús en la tumba, la belleza y la maravilla de las que pronto estarían seguros.

¿Podemos confiar en la resurrección, incluso antes de vislumbrar este glorioso resultado? La influencia del Cristo en el pensamiento nos lleva a esta elevación. El Cristo nos está impulsando continuamente a aceptar la resurrección espiritual, a abandonar el sentido material de consuelo por el Consolador, la verdadera comprensión de Dios que Jesús prometió. Al renunciar a nuestro control sobre la vida en la materia, encontramos al Cristo, la verdadera idea de Dios, que nos guía hacia toda la Verdad. Esto no es algo que controlamos o hacemos que suceda. Se descubre a medida que aprendemos que el Consolador nos lleva hacia adelante. 

Cada experiencia de curación resucita una verdadera visión de nuestra individualidad semejante a Dios, completamente separada del sueño de la vida material. Diariamente, la resurrección nos invita a experimentar la vida de nuevo, a elevarnos por encima de este sueño y ceder ante la realidad del Amor infinito como Dios. La resurrección hace desaparecer los puntos de vista anticuados, los hábitos infructuosos y las formas sombrías de vivir y ser; todo aquello que oscurecería el progreso espiritual, la paz, la bondad, el amor y la alegría. 

Una vez que los discípulos experimentaron “su resurrección”, no pudieron dejar de ver lo que habían visto. Su pérdida del consuelo humano ayudó a despertarlos al poder y la bondad de la Vida y el Amor divinos. No podían volver a pensar como lo habían hecho antes. El poder del Amor divino elevó su forma de pensar por encima de una perspectiva mortal, y era palpable y estaba presente en sus corazones, tal como es posible para nosotros, hoy.

Larissa Snorek
Redactora Adjunta

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