Hace treinta años, sané de síntomas de ataque cardíaco mediante la oración en la Ciencia Cristiana, y la curación ha sido permanente. Así es como ocurrió.
Siempre me había costado mucho querer a un miembro de mi extensa familia que no mostraba ni respeto ni amabilidad hacia mí cuando me visitaba. Nadie más parecía darse cuenta de cómo me trataba y decidí hacer lo mejor por el bien de la armonía familiar; es decir, amarla “a pesar de sus defectos”. Sin embargo, un año vino para una estadía más larga, y descubrí que era difícil usar la fuerza de voluntad para tratar de ser amable. Me sentí aliviada cuando la visita llegó a su fin, pero justo cuando ella se iba, sentí como si me hubieran dado un puñetazo en el pecho. Me aferré a algo para sostenerme, pero mi familia no se dio cuenta.
Durante las siguientes semanas, sentí cada vez más temor al experimentar dolor, debilidad y palpitaciones. Llamé a una practicista de la Ciencia Cristiana para solicitarle tratamiento metafísico a través de la oración. Oramos sabiendo que Dios es Espíritu y la única sustancia. Como reflejo de Dios, el hombre es espiritual y está vivificado por Dios, la Vida divina. De manera que, podía esperar vigor, energía y funciones adecuadas. Un cuerpo material no podía definir mi bienestar. Estos hechos me ayudaron a ver más allá de cada mentira de dolor y acción inadecuada del cuerpo. También comencé a superar el temor a la muerte que parecía muy agresivo, y a confiar, en cambio, en el control sabio y amoroso de la Mente divina.
La practicista también me ayudó a ver que necesitaba amar más. Me di cuenta de que fingir afecto, o resistir estas visitas de mi pariente mientras estaba llena de crítica y resentimiento, era lo opuesto al amor: era odio. Mary Baker Eddy nos recuerda que “Vida es sólo amor” en su tierno poema titulado “El Amor” (Escritos Misceláneos, pág. 387). Esto se convirtió en la base de mi oración. La segunda estrofa dice:
Si tu palabra o acto cruel
la caña destrozó,
pide al señor el don de aquel
que al hombre amó y sanó.
Procura tú en el bien pensar,
que a todos une en el amor.
Hasta ese momento, pensaba que no tenía control sobre cómo me sentía acerca de otras personas. Creía que mis sentimientos eran dictados por las cualidades que el otro individuo expresaba, su comportamiento o simplemente las primeras impresiones de atracción o rechazo. Sabía que debía ser amable, paciente y generosa, pero pensaba que amar era algo diferente. Y me parecía que había razones por las que algunas personas no eran dignas de ser amadas. Sin embargo, Cristo Jesús insistió en que sus seguidores “deben amarse unos a otros” (Juan 13:34, NTV). Comencé a comprender que el amor debe ser afirmado, reclamado e incluso que tenemos que exigirnos a nosotros mismos amar. El juzgar, la condena y el odio eran mentiras venenosas que yo había aceptado, y debía resistirlas, rechazarlas y destruirlas en mi consciencia.
También me di cuenta de que tenía miedo de que otra persona pudiera hacerme daño de alguna manera —disminuirme, dominarme o perturbarme a mí o a mi hogar— y tenía que superar ese temor. Jesús entendía que estaba sujeto solo a Dios, no a ninguna persona. Confiaba en el cuidado omnipresente, la guía y el poder omnipotente del Amor para salvar. Por lo tanto, pudo amar con generosidad. Además, su confianza en el Amor divino le dio la sabiduría para saber cuándo evitar a aquellos empeñados en destruirlo, y para reconocer y aceptar el control completo de Dios sobre su destino divinamente ordenado. Me di cuenta de que mi libertad de amar es fortalecida por el amor de Dios por mí y por todos, y este amor omnipotente nos libera del miedo al abuso o el sometimiento.
La practicista me aseguró que podía dar mi corazón, es decir, mi afecto y mi vida, a Dios, y estar a salvo. Ella compartió la idea de que el hombre refleja la acción incesante del Amor divino, el cual es la Vida inmortal. Me sentí abrazada en el amor de Dios al pensar en estas líneas del poema de Eddy “Señales del corazón”:
Oh, Amor divino,
Tu corazón es lo único
que para consolar al mío necesito.
(Poems, p. 24)
Después de unos cuatro meses, me liberé por completo del dolor y los latidos cardíacos anormales, y recuperé las fuerzas. Pero la curación de la relación tomó más tiempo. Me sorprendió lo arduo que tuve que trabajar para abandonar el fariseísmo, la justificación propia, el resentimiento, la crítica y todas las evidencias más pequeñas de odio que estaban presentes en mi pensamiento.
A lo largo de dos años, comencé a darme cuenta de que estos sentimientos no eran realmente parte de mí, sino un elemento de lo que Eddy llama magnetismo animal: la creencia de que la mente está en la materia. Esta creencia se opone a Dios, separa a las familias y destruye la salud y la armonía. Sin embargo, como reflejo del Amor divino, pude ver que yo era tan inocente de malicia como mi pariente era de cualidades desagradables. Cuando me di cuenta de lo sutiles que son los argumentos del error al aparecer como nuestros propios pensamientos y sentimientos, comencé a luchar con más vigor por mi derecho de sentir y reflejar el amor de Dios, y dejé de creer que estaba en una batalla con mi familiar.
Me sentí un poco ansiosa al acercarse el día de su próxima visita. Pero cuando abrí la puerta y la vi, mi corazón se llenó de amor y alegría, y la relación sanó en todos los sentidos. Hemos mantenido una relación cálida y afectuosa en los años transcurridos desde entonces.
Las lecciones que aprendí de esta experiencia continúan bendiciéndome inmensamente. Veo cómo la doble sugestión del error de que no podemos evitar sentir como nos sentimos, y que el odio es justificable, puede aparecer como nuestro propio pensamiento. El amor no es una emoción que tenemos o no tenemos; al contrario, el Amor es Dios, la única Mente y Vida mismas que todos reflejamos y debemos demostrar en nuestras vidas. Si bien estoy humildemente agradecida por la curación del problema cardíaco, estoy aún más agradecida por la curación de la relación y por las lecciones que aprendí.
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