Tal vez lo que más anhelamos cuando fallece un ser querido es traerlo de vuelta por un día más. Deseamos abrazarlo, decirle nuevamente cuánto lo amamos. Este año especialmente ha traído una nueva forma de dolor para muchos de aquellos que, debido a las restricciones de la pandemia, han tenido que despedirse de la familia y los seres queridos sin tener el consuelo de estar a su lado.
La Descubridora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy, expresó sentimientos similares cuando su amado esposo, Gilbert Eddy, falleció después de tan solo cinco dulces años de matrimonio. A estas alturas, la Sra. Eddy había fundado su Colegio de Metafísica; enseñado a muchas clases de estudiantes; publicado la tercera edición de su libro de texto sobre la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras; y había sido ordenada pastora de su incipiente iglesia. Aunque era una mujer del siglo XIX, había demostrado gran autosuficiencia y no dependía de su marido para su sustento. Pero además de ser uno de sus primeros estudiantes en anunciarse como practicista de la Ciencia Cristiana, Gilbert había sido una formidable ayuda para ella en muchos aspectos de su trabajo, y extrañaba mucho su fuerte, amable e incondicional apoyo.
Casi un mes después de su muerte, “sentía que jamás podría ser consolada mientras estuviera separada de su amado Gilbert”, según Robert Peel en Mary Baker Eddy: Years of Trial. En una carta a una amiga, ella describió a su esposo como “fuerte, noble y [con] la disposición más dulce y la naturaleza caritativa más benevolente que jamás haya reconocido en una persona” (pág. 117).
Peel registra que la Sra. Eddy decidió retirarse a Vermont con unos amigos de confianza “para tener un corto período de quietud” a fin de encontrar consuelo. Durante su estadía, escribió a su estudiante Julia Bartlett: “Todavía no puedo sentir mucho interés en nada... terrenal. Intentaré, y con el tiempo lograré resurgir de la tristeza de mi pérdida irreparable, pero debe llevar tiempo” (pág. 118).
La Pascua celebra al Cristo resucitado, la cual nos da a cada uno de nosotros la promesa de la vida eterna.
Por supuesto, la Sra. Eddy finalmente se elevó por encima de su dolor, y regresó a su trabajo en poco más de un mes. Y por su propia experiencia sanadora, pudo traer consuelo y alivio a aquellos que sufren dolor y pérdida. En su libro de texto, escribió: “Esta es la doctrina de la Ciencia Cristiana: que el Amor divino no puede ser privado de su manifestación, u objeto; que el gozo no puede ser convertido en pesar, pues el pesar no es el amo del gozo; que el bien nunca puede producir el mal; que la materia nunca puede producir la mente ni la vida resultar en muerte” (pág. 304).
Imaginen la alegría que deben de haber sentido los discípulos de Cristo Jesús cuando se enteraron de que su Maestro no estaba muerto, sino que había resucitado. Jesús regresó, y por más de un día. Compartió un alegre desayuno de reencuentro con sus discípulos, caminó y habló con ellos y los ayudó a elevarse por encima de su dolor. La Sra. Eddy explicó: “Su resurrección fue también la resurrección de ellos. Los ayudó a elevarse a sí mismos y a otros del embotamiento espiritual y de la creencia ciega en Dios a la percepción de posibilidades infinitas” (Ciencia y Salud, pág. 34).
La Pascua celebra al Cristo resucitado, la cual nos da a cada uno de nosotros la promesa de la vida eterna. Nos invita a todos a pasar de la tristeza al reconocimiento de esas “posibilidades infinitas”. Ciertamente yo tuve que hacerlo después de que falleció mi mamá. Mi esposo y yo nos habíamos mudado con nuestra joven familia para que yo pudiera comenzar un nuevo trabajo en otro estado. Habíamos estado viviendo cerca de mi mamá y planeábamos traerla cerca de nosotros después de instalarnos en nuestro nuevo hogar. Cuando una de las personas que la cuidaban me llamó al trabajo para contarme que ella había desmejorado repentinamente, me retiré a una sala de conferencias para tener algo de privacidad. No había tiempo para viajar y estar con ella, así que me sentí sumamente agradecida por la persona que la cuidaba y los amigos cercanos (todos ellos de nuestra familia de iglesia en el área donde vivía) que se reunieron a su lado y se quedaron con ella. Conmigo en el teléfono, formaron un círculo a su alrededor, cantando himnos y ofreciendo oraciones de apoyo mientras ella se marchaba en paz. Fue un momento sagrado y doloroso al mismo tiempo.
Durante los días siguientes, luché con una profunda tristeza. Recurrí a Dios para alcanzar un mayor sentido de la permanencia de la verdadera vida espiritual de mi madre y la inmortalidad de su identidad única, que yo bien sabía no podía perderse. Quería elevarme más en mi comprensión espiritual para superar las oleadas de tristeza que me embargaban.
Al lidiar con los conceptos de la vida y la muerte y sentir el desafío de abandonar el sentido puramente físico de su vida, poco a poco alcancé perspectivas tangibles sobre la naturaleza de Dios como Vida infinita y de la expresión infinita de la Vida. Empecé a resistir la fuerte atracción de la tristeza, y me sentí más cerca de mi mamá, y de una forma mucho más perceptible que cuando habíamos estado juntas en persona. Pero la tristeza aún no había disminuido por completo, así que llamé a una practicista de la Ciencia Cristiana para que me ayudara mediante la oración. Recuerdo haberle preguntado: “¿Cómo sé que mi mamá está bien? ¿Está a salvo y feliz ahora?”. La practicista me recordó dulcemente que mi madre no podía perder su vida, ya que Dios es la Vida eterna; “La Vida que nunca duerme” (traducción del inglés) (Fay Linn, Himnario de la Ciencia Cristiana N° 237).
Yo no podía ver a Dios, pero todavía podía sentir la tierna omnipresencia de nuestro único Padre-Madre, Dios. Y aunque ya no podía ver a mi madre, aún podía apreciar su vida y saber que ella expresaba la “Vida que nunca duerme”.
La practicista comparó esa experiencia con entrar en otra habitación y cerrar la puerta. ¡Podíamos estar en cuartos diferentes, pero ninguna de las dos había desaparecido! La importancia de sus palabras tuvo un profundo efecto en mi pensamiento, y pude sentir que mi perspectiva cambiaba. Desde el momento en que colgué el teléfono, el dolor perdió su control sobre mí y fue reemplazado por fortaleza y claridad. Sentí como si hubiera despertado de un sueño.
Esta declaración de la Sra. Eddy describe lo que experimenté: “La Verdad es lo real; el error es lo irreal. Cuando parezca agobiaros algún pesar, comprenderéis la importancia de esas palabras si miráis el lado bueno; pues el pesar sólo dura por una noche, y la alegría viene con la luz. Entonces vuestro pesar será un sueño, y vuestro despertar la realidad, es decir, el triunfo del Alma sobre los sentidos” (La curación cristiana, pág. 10).
Tuve pruebas de la permanencia de este cambio mental cuando me pidieron que compartiera lecturas y comentarios sobre la vida de mi madre en una ceremonia que incluyó a miembros de la familia que pertenecían a otra denominación cristiana. Su pastor amablemente nos guió durante el servicio, y al final me dio las gracias entre lágrimas, diciendo que, aunque nunca había conocido a mi madre, sintió que la conocía de la manera espiritual más profunda después de escuchar mis comentarios y lecturas de la Biblia y el libro de texto de la Ciencia Cristiana. Vi esto como una evidencia del Cristo resucitado, presente y activo en la consciencia de cada uno de nosotros, recordándonos que toda vida es preciosa y permanente, y está protegida.
Este es el don de la vida interminable que Jesús demostró a través de su resurrección y ascensión. Y continúa hoy en esta semana de Pascua. Todos podemos optar por elevarnos más juntos porque “sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado entendimiento, para que podamos conocer al Dios verdadero. Y ahora vivimos en comunión con el Dios verdadero porque vivimos en comunión con su Hijo, Jesucristo. Él es el único Dios verdadero y él es la vida eterna” (1 Juan 5:20, NTV).
