Durante el verano de 2020, mi novio y yo nadamos alrededor de Mercer Island, en el estado de Washington, en segmentos de uno y medio a tres kilómetros. Fue un cometido alegre, ya que pasamos muchos días soleados juntos y nos sentíamos cada vez más cómodos en el agua.
No obstante, en una oportunidad, sentí un dolor agudo en uno de mis pulmones. Era debilitante y descubrí que era más intenso cada vez que daba una brazada. Mi novio pacientemente me ayudó a flotar y patear hasta llegar a nuestro punto de salida y me llevó de vuelta a casa.
Para cuando llegamos, el dolor había disminuido significativamente; sin embargo, de a ratos, cuando inhalaba, el dolor agudo regresaba. Teníamos planeado nadar una distancia considerable al día siguiente, uno de nuestros segmentos más grandes. Sabía que necesitaba recurrir a Dios en este momento de necesidad.
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