Antes de conocer la Ciencia Cristiana, vivía con miedo a las leyes materiales que dictaban cómo funcionaba (o no) mi cuerpo, cómo me sentía físicamente y qué podía lograr en un día en particular. No tenía ninguna duda de que mi cuerpo estaba a merced del contagio, la herencia, los accidentes o lo que fuera que se anunciara comercialmente como la última enfermedad de la que preocuparse.
Pero a medida que leía y estudiaba Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy, el libro de texto de la Ciencia Cristiana, comencé a ver lo que el descubrimiento de la Ciencia Cristiana significaba para mí y para toda la humanidad. Cuanto más leía, más me daba cuenta de que estaba aprendiendo acerca de cómo Cristo Jesús aplicó las leyes de Dios, y demostró para todas las épocas que era el derecho divino del hombre, de todos nosotros, estar libre del pecado, la enfermedad y la muerte.
Esta libertad se basa en el hecho espiritual de que el hombre es creado por Dios, el Espíritu divino, a Su imagen y semejanza. Esto significa que el hombre no es material, es espiritual y está gobernado por la ley de armonía perpetua de Dios, a salvo en el Espíritu divino.
Cuando humildemente comencé a escuchar, sentí que una gran calma inundaba mi consciencia.
En el libro de los Salmos leemos: “En Dios alabaré su palabra; en Dios he confiado; no temeré; ¿qué puede hacerme el hombre?” (56:4). Y el Glosario del significado espiritual de los términos bíblicos en Ciencia y Salud define al Cristo como “la divina manifestación de Dios, que viene a la carne para destruir el error encarnado” (pág. 583). Pero si el hombre es espiritual, no material —si en verdad no hay carne, o materia— entonces, ¿a qué viene el Cristo, la manifestación de Dios? ¿Dónde es que se destruye el error? Esto queda claro cuando leemos en el mismo Glosario la definición espiritual de carne: “Un error de la creencia física; una suposición de que la vida, la sustancia y la inteligencia están en la materia; una ilusión; una creencia de que la materia tiene sensación” (pág. 586).
No es a un cuerpo carnal y material susceptible a discordias aleatorias o leyes materiales que llega el Cristo, sino a las falsas creencias o suposiciones que afirman haberse introducido en el pensamiento. El Cristo destruye estos errores encarnados al proclamar el bien, la Verdad divina, en la consciencia humana (véase Ciencia y Salud, pág. 332). Al hacerlo, esta influencia divina elimina el temor y las ilusiones de los sentidos materiales y llena la consciencia con la Verdad omnipresente y el poder sanador del Amor divino.
Vi un ejemplo de esto cuando recién comenzaba a estudiar la Ciencia Cristiana, aunque pasó algún tiempo antes de que comprendiera lo que realmente había sucedido.
Mantenía una discusión muy unilateral con un practicista de la Ciencia Cristiana, y había ido a verlo provista de una larga lista de preguntas sobre cómo funciona esta Ciencia. Anteriormente había trabajado en el campo de la investigación médica, profesión a la que me había dedicado porque quería ayudar de alguna manera a aliviar el sufrimiento. Leer Ciencia y Salud me había liberado de varios problemas físicos de larga data, pero me dejó abrumada por las preguntas. ¿Era realmente posible para mí, a través de la oración solamente, aplicar las leyes de Dios para realizar la curación en mi vida y en la de mi hijo? ¿Y era posible que pudiera ayudar a los demás como me habían ayudado a mí?
En medio de mi ansiosa efusión, el practicista comenzó a leerme el Salmo 91 de su Biblia. Nunca antes lo había escuchado o leído. Cuando humildemente dejé de preguntar y comencé a escuchar, sentí que una gran calma inundaba mi consciencia.
Cuando llegó el momento de irme, me acompañó a la Sala de Lectura de la Ciencia Cristiana local, donde el bibliotecario entretenía a mi hijo de seis años, Jay. Me avergonzó que el practicista viera a Jay debido a una llaga desagradable que tenía en su labio inferior. Él simplemente le dio unas palmaditas en la cabeza a Jay mientras saludaba, pero el momento estuvo lleno de un poderoso y dulce sentido de amor hacia mi hijo. Mientras conducía a casa, me volví para decirle algo a Jay y me di cuenta de que el labio estaba completamente sano. No había el más mínimo indicio de la herida que me había atemorizado durante dos días.
Cuando llegamos, llamé al practicista para contárselo, pero le dije que realmente no estaba segura de lo que había sucedido. Simplemente me explicó que cuando recurrimos a la Palabra de Dios, en este caso, el Salmo 91, sentimos la presencia del Amor divino, el Amor infinito y perfecto que echa fuera el temor. De su explicación deduje que cuando nuestra consciencia se llena del Cristo, el reflejo del Amor divino, Dios, y revela Su presencia y poder, este Amor sanador gobierna la situación. Esto era lo que había ocurrido tanto para mi hijo como para mí.
Más recientemente, al reflexionar sobre la cita acerca del Cristo que viene a la carne para destruir el error encarnado, pensé en esta curación. Pude ver que, por supuesto, cuando la comprensión de Dios llena nuestra consciencia con el bien —con la verdad de que el hombre es espiritual, no material— las creencias, suposiciones e ilusiones falsas que constituyen la “carne” se destruyen naturalmente.
También recordé el momento en que sentí que la habitación estaba llena de amor. Más tarde me di cuenta de que era el Amor divino, Dios, reflejado por el practicista. Como explica Ciencia y Salud: “Si el Científico llega a su paciente por medio del Amor divino, la obra sanadora será efectuada en una sola visita, y la enfermedad se desvanecerá en su nada nativa, como el rocío ante el sol de la mañana” (pág. 365). Esto es exactamente lo que sucedió con mi hijo.
A medida que continúo entendiendo la Ciencia Cristiana, la Ciencia del Cristo, empiezo a ver que el mayor resultado de esta curación fue la comprensión que obtuve de que es completamente natural que alguien experimente curación espiritual para sí mismo, sus familias y otros cuando recurre a los Científicos Cristianos para pedir oración sanadora, o cuando se vuelven a Dios por su cuenta. Esto es justamente lo que Cristo Jesús prometió que sucedería; y el Consolador, la Ciencia divina, que conduce a toda la verdad (véase Juan 14:12 y Ciencia y Salud, pág. 55) lo ha sacado a la luz.
Guiados por el Consolador para seguir el ejemplo de Cristo, somos capaces de demostrar, como hizo Cristo Jesús, que no hay realidad ni efecto de las creencias, suposiciones e ilusiones falsas, disfrazadas como carne. Comprendemos, como él lo hizo, que nunca se trata de destruir una apariencia o condición material, aunque eso resulta naturalmente. Más bien, se trata de que el Cristo despierte la consciencia humana al hecho espiritual de que somos creados y gobernados solo por Dios; que somos totalmente espirituales; y que Dios es “[supremo] tanto en el así llamado reino físico como en el espiritual” (Ciencia y Salud, pág. 427).
