Me senté en un banco afuera, absolutamente destrozada por lo que acababa de escuchar.
Un joven que había conocido inesperadamente me informó que sus abuelos habían estado entre las fuerzas rebeldes que habían matado a mi hermana menor hacía más de cincuenta años, destruido el hogar de mi infancia y devastado nuestras vidas.
Todos los terribles recuerdos volvieron a invadir mi pensamiento: vi a la niña pequeña que yo había sido, y la violencia que ella había visto, y me sentí abrumada por el dolor, la ira y un odio que no sabía que todavía era tan fuerte.
La historia humana que había tratado de suprimir durante tantos años había salido a la superficie, ¡y ahora estaba frente a mis ojos!
Mientras conversábamos ese día, el semblante del joven mostró preocupación al comenzar a darse cuenta repentinamente de quién era yo.
Nací en una parte de África que fue colonizada por europeos. Mi padre, un ingeniero blanco, había sido designado para trabajar para una compañía del lugar cuando las fuerzas rebeldes comenzaron a presionar para obtener la independencia del dominio colonial. Cuando se iniciaron los disturbios, ellos invadieron y vandalizaron nuestro pequeño pueblo, violando y masacrando a casi todos a su paso, y obligando a los residentes blancos que quedaban, incluida mi familia, a huir con lo puesto.
No fue sino hasta muchos años después, cuando conocí al hombre que se convertiría en mi esposo, que comencé a encontrar la manera de liberarme de la angustia mental que, no me había percatado, todavía me atormentaba a cada paso. Él era Científico Cristiano, y tanto él como su madre, una practicista de la Ciencia Cristiana, tenían un enfoque espiritual de la vida que me atraía, el que adopté y comencé a practicar para mí misma. Era una vida que se centraba en Dios y en el reconocimiento de Su bondad y totalidad, y en la perfección y la naturaleza impecable de Su creación.
Me sentí más en paz, y el pánico que me había embargado comenzó a desvanecerse.
En las décadas que siguieron, tuve muchas pruebas de curación como resultado de esta perspectiva espiritual de la existencia. Pero no había lidiado completamente con los sucesos de mi infancia, los cuales me habían anclado al odio, el resentimiento y la mentalidad de “¿Por qué a mí?”.
Después de escuchar las palabras del joven, me puse de rodillas mentalmente y le pedí ayuda a Dios. ¿Cómo podía llegar a obtener paz y perdón?
En mi viaje, llevaba conmigo un ejemplar del libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy. Al abrirlo al azar más tarde ese día, mis ojos se posaron en la definición de “Getsemaní”, el jardín donde Cristo Jesús pidió a sus discípulos que vigilaran y oraran con él la noche antes de su crucifixión, y, en cambio, se durmieron. Es definida de esta manera: “Congoja paciente; lo humano cediendo ante lo divino; amor que no es correspondido, pero que sigue siendo amor (pág. 586).
¿Amor que no es correspondido pero que sigue siendo amor? ¿Cómo podemos amar cuando nos encontramos con la indiferencia o especialmente el odio?
Entonces me vino esta respuesta de Dios: “Lo que se necesita no es el amor humano, sino Mi amor. Es Mi amor el que te capacita para amar incluso a aquellos que consideras tus enemigos; Mi amor es lo que enjuga tus lágrimas, Mi amor que está contigo, que sanará tus heridas.
Comencé a ver la salida a esta situación devastadora.
Abrí un libro en un ensayo de la Sra. Eddy llamado “Amad a vuestros enemigos”, el que pregunta: “¿Qué es lo que te daña? ¿Puede lo alto, o lo profundo, o cualquier otra cosa creada separarte del Amor que es el bien omnipresente —que bendice infinitamente a uno y a todos?”. El ensayo continúa diciendo: “Simplemente considera como tu enemigo todo cuanto profane, desfigure y destrone la imagen del Cristo que tú debes reflejar” (Escritos Misceláneos 1883-1896, págs. 8-9).
Me pregunté: ¿Había estado manteniendo a un enemigo en mi mente todo este tiempo, reviviendo los recuerdos de lo que una persona o personas habían hecho, y haciéndolo una realidad? Me di cuenta de que el odio y la falta de voluntad para perdonar eran el resultado de creer que tenía una historia mortal en la que fui víctima. Este era el verdadero enemigo. ¿Me había permitido estar arraigada en este falso sentido de la historia e ignorar la única que tenía: una historia espiritual y eterna con Dios que incluye solo el bien? Abandonar la historia material por nuestra verdadera historia espiritual significa que lo humano está cediendo a lo divino.
Me dio un abrazo y me dijo: “Yo perdono”, a lo que respondí: “Yo perdono”. No hubo necesidad de decir más.
Este fue mi momento de Getsemaní. ¿Estaba dispuesta a hacer lo que Cristo Jesús hubiera esperado de un discípulo? Lo que se me pedía que hiciera era estar despierta y velar y orar por la mente del Cristo; ver que solo la expresión del Amor divino vive en mí, en ese joven, en la niña que yo había sido, en mi familia, en su familia. Y saber que todo el continente había sido y siempre será gobernado por este Amor, no por la venganza, el odio o el miedo. Todos estamos incluidos en las infinitas bendiciones del Amor que se están desarrollando eternamente desde nuestro Padre-Madre divino.
Me sentí más en paz, y el pánico que me había embargado comenzó a desvanecerse.
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, se repite el mensaje “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:39). Ciencia y Salud explica: “Amar al prójimo como a uno mismo es una idea divina; pero esta idea jamás puede ser vista, sentida ni comprendida por medio de los sentidos físicos”. Sólo a través del sentido espiritual, que se deriva de Dios, podemos discernir la naturaleza verdadera e inocente del hombre y amar al hombre y a la mujer que la Mente divina creó.
Jesús demostró este amor puro, incluso frente al odio flagrante. Aunque tenía muchos enemigos, nunca devolvió mal por mal. Nada que alguien dijera o hiciera podía impedirle amar y perdonar incluso a aquellos que intentaron matarlo, y esta expresión de amor, propio del Cristo, le permitió vencer el mal con el bien y resucitar de la tumba.
La voz de Dios vino a mí nuevamente: “YO SOY TODO”. Sabía que, en la totalidad de Dios, que incluye Su creación, no hay ni siquiera un vestigio de odio. “Vestigium” en latín significa huella. Pensé en una huella que queda en la arena, o la huella de un suceso en la memoria humana. Ambos son vestigios de algo.
Cuando el Amor divino disuelve el odio, no queda vestigio alguno, así como cuando aparece la luz borra la oscuridad, y no hay vestigio de ella, ni rastro de que alguna vez existió. No tenía que eliminar el odio de mi pensamiento, solo tenía que sentir el amor de Dios que todo lo abarca, y este Amor borraría la oscuridad del odio.
El alivio de abandonar la carga de tantos años de odio y miedo fue incomparable. Literalmente sentí que se esfumaba. Me sentí agradecida, libre y AMADA.
Al día siguiente, cuando volví a ver a este joven, él estaba sonriendo y la mirada en su rostro era de amor y alegría. Vi el mismo alivio, la misma libertad en su rostro que estoy segura de que estaba en el mío. Me dio un abrazo y me dijo: “Yo perdono”, a lo que respondí: “Yo perdono”. No hubo necesidad de decir más.
