En todos los años que asistí a la Escuela Dominical de Ciencia Cristiana, siempre me había encantado la historia de Samuel. Cuando él era niño, escuchó una voz llamándole por su nombre en la noche. Pensó que era Eli, el sacerdote con el que vivía, así que se levantó, fue a verlo y le preguntó qué quería. Eli le dijo que no lo había llamado y que volviera a la cama. Volvió a pasar. Y luego otra vez. Finalmente, Eli se dio cuenta de que debía ser Dios quien le hablaba a Samuel, y le dijo a Samuel que respondiera diciendo: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1 Samuel 3:9, LBLA). Samuel así lo hizo —y era, de hecho, Dios.
Pensé que las palabras de la Biblia eran hermosas, pero me parecían remotas. No eran palabras que yo usaría, y parecían extrañas y de una época diferente. Me pregunté: Si Dios alguna vez me hablara, ¿qué me diría? ¿Y sería de la forma en que habló en la Biblia?
Comencé a escuchar a Dios.
Mi primera experiencia de escuchar a Dios llegó una mañana cuando conducía a la escuela. Tenía un examen muy importante ese día, uno que me preocupaba. Había hecho todo el trabajo de preparación, pero estaba muy ansiosa por la prueba. Me encontré orando y pidiendo ayuda a Dios. En ese momento, noté la matrícula en el auto frente a mí. Decía, simplemente, CONFIANZA. Me empecé a reír y todas las preocupaciones se desvanecieron. Llegué al colegio, hice el examen y todo estuvo bien.
Seguí pensando en el hecho de que, como escribió Mary Baker Eddy en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, “la intercomunicación es siempre de Dios hacia Su idea, el hombre” (pág. 284). Sabía que cuando oro, o cuando me quedo quieta y escucho a Dios, las respuestas llegan a través de una sensación de paz o consuelo. Pero estaba aprendiendo que Dios se comunica de muchas formas, ¡incluyendo las matrículas! Solo tenemos que prestar atención.
En otra ocasión, estaba otra vez en el auto, llorando porque los problemas con mi novio me partían el corazón. “Dios, tienes que ayudarme”, sollozaba. Estaba sumamente acongojada. De repente, una voz muy fuerte dijo: “¡Ya basta! Tú eres Mía y todo está bien”.
¿De dónde había venido eso? Todas las ventanillas del coche estaban cerradas. Revisé la radio. Estaba apagada. Fue entonces cuando me di cuenta de que realmente había oído a Dios hablarme—¡en voz alta! Me eché a reír. En ese momento, realmente sentí el cuidado, el amor y la presencia de Dios. Tanto fue así que ahí se acabaron todas mis lágrimas.
Un año después estaba en mi habitación en casa trabajando en las solicitudes para la universidad. Era realmente estresante, y estaba confundida sobre a dónde solicitar y qué hacer. Me volví a Dios, y esta vez escuché una voz que me preguntaba claramente: “¿Realmente quieres Mi trabajo? ¿En serio?”.
Me di cuenta de que estaba tratando de usar a Dios para asegurarme de que mis planes funcionaran como yo quería en vez de pedirle que me mostrara cuál era Su camino para mí.
Nuevamente, busqué la fuente de la voz. Ventanas cerradas. No había radio encendida. Nadie más en la casa. Y de nuevo, me reí. No, no quería el trabajo de Dios, y pude ver que no lo necesitaba. Dios —la inteligencia infinita y el Amor— estaba dirigiendo mi camino con mucho cuidado. Mi único trabajo era seguir por él.
Después de eso, maravillosas oportunidades se abrieron para mí, y fueron mejores que cualquier cosa que pudiera haber planeado.
Me alegró mucho saber que Dios tiene un gran sentido del humor y nos habla de una manera que podemos entender, sin importar el idioma que hablemos o la época en la que vivamos. Lo único que necesitamos hacer es escuchar. Al igual que Samuel.
