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“¡Salve, hijo de Dios!”

Del número de octubre de 1970 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


El reconocer y aceptar que el hombre es el hijo de Dios es de primordial importancia en la curación del pecado, la enfermedad y las guerras. En Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia CristianaChristian Science: Pronunciado Crischan Sáiens., leemos (págs. 476, 477): “Jesús veía en la Ciencia al hombre perfecto, que se le aparecía allí mismo donde los mortales ven al hombre mortal y pecador. En ese hombre perfecto el Salvador veía la semejanza misma de Dios y este concepto correcto del hombre curaba al enfermo”.

¡ Qué desafío tan formidable es éste para cada uno de nosotros! Esto, sin embargo, no quiere decir que ignoremos el mal, pero sí significa que debemos negarle identidad al mal. Debemos vernos a nosotros mismos y a nuestros semejantes como hijos de Dios y no como mortales enfermos, pecadores o pendencieros. En el libro de Malaquías se nos pregunta (2:10): “¿No tenemos todos un mismo padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios?”

En una ocasión, una Científica Cristiana viajaba en un tren subterráneo en la ciudad de Nueva York. Antes de conocer la Ciencia Cristiana, acostumbraba juzgar a las personas de acuerdo con ciertas normas de educación y cultura. Sin embargo, por medio de la Ciencia Cristiana había aprendido a verse a sí misma y a los demás como los hijos e hijas de Dios, y a darles mentalmente la bienvenida con el saludo: “¡Salve, hijo de Dios!”

Ese día, en el subterráneo, echó una mirada a las personas que la rodeaban: una madre desaliñada, con un bebé llorón en sus brazos; un obrero, de aspecto sucio y huraño; un hombre, sin afeitar, dormido en su asiento; otro, de mirada sombría, discutiendo con su esposa. De pronto se dio cuenta de la gran oportunidad que se le presentaba para elevar su pensamiento y verlos a todos como hijos de Dios. Cerrando sus ojos, oró fervorosamente para verlos de esta manera. A los pocos momentos abrió sus ojos y miró de nuevo a las mismas personas que había estado contemplando antes. ¡Cómo habían cambiado todas! Ahora, la madre, muy amorosamente, abrazaba a su hijo; el obrero, aunque todavía con su ropa sucia, sonreía; el hombre sin afeitar estaba despierto y se arreglaba la corbata; el matrimonio que antes discutía, ahora reía; y la Científica Cristiana ya no se sentía deprimida y estaba feliz y contenta.

¡ Pensad en lo que significaría orar así por toda la humanidad dondequiera que nos encontremos! Algunas veces muchos de nosotros parecemos estar luchando no sólo uno contra el otro, sino también contra nosotros mismos. Probablemente, por alguna razón, nos hayamos rebelado contra las exigencias de la vida. Quizás creemos que en un mundo de tan variables valores sociales, es difícil ser moral, amar a Dios y a nuestro semejante, y ser Científico Cristiano. Pero cuando vemos al hombre perfecto y somos capaces de elevar nuestro pensamiento y decir: “¡Salve, hijo de Dios!”, entonces somos de valor para la humanidad.

Los conflictos y el odio personal son, en cierta medida, tan destructivos como las guerras y el odio entre naciones. El odio y todas las guerras deben y pueden eliminarse. ¿No es Dios, la Mente infinita, lo que gobierna a toda la humanidad?

Cuando Jesús curó al muchacho lunático, reprendió al demonio, el mal, y el muchacho fue sanado. Jesús no reprendió al muchacho; reprendió el mal. Rechazó totalmente el mal como causa o poder, como ley o razón, y vio al niño como el hijo de Dios, la obra perfecta de Dios — “este concepto correcto del hombre curaba al enfermo”.

Si creemos lo que dice la Biblia, de que el hombre fue creado por Dios, deberíamos obedecer la ley de Dios respecto a la hermandad de los hombres. Puede que encontremos obstáculos en el camino hacia esta obediencia. Los discípulos tropezaron con los obstáculos de la ignorancia, el odio, y el despotismo eclesiástico. Pero cuando vislumbraron que el Cristo era superior a los obstáculos, siguieron adelante y curaron muchos problemas físicos y morales que parecían incurables.

El mundo de esa época era muy pequeño, pero los problemas eran similares a los que tenemos en el mundo de hoy en día. Los discípulos tuvieron que reconocer que los gentiles, o paganos, eran también hijos de Dios. En el libro de los Hechos se relata cómo Pedro convirtió a Cornelio, que era gentil y centurión del ejército romano. Pedro, durante una gran experiencia espiritual, aprendió que ninguna persona es común o inmunda porque “Dios no hace acepción de personas” (Hechos 10:34). Este relato nos ayuda a comprender más claramente el amor infinito e imparcial de Dios.

¿Quién es el hombre? ¿Qué es el hombre? ¿Dónde está el hombre? ¿Por qué es hombre? y ¿Cuándo lo es? Si pensamos respecto a su identidad como “quién” es, podemos decir con autoridad bíblica que el hombre es el hijo y heredero de Dios. Si pensamos en “qué” es como substancia, podemos afirmar nuevamente que el hombre es la imagen y semejanza de Dios, del Espíritu. La substancia del hombre, por lo tanto, es espiritual y no material. Si pensamos en “dónde” se encuentra el hombre, podemos decir que, de acuerdo con las Escrituras, el hombre vive, se mueve y tiene su ser en Dios. Si pensamos en el “por qué”, o sea, cuál es su propósito, podemos decir, igual que el profeta Isaías, que el propósito del hombre es el de ser testigo de Dios. Y si pensamos en “cuándo”, esto es, cuándo es hombre, podemos reconocer que ahora es el momento, que ahora mismo existe todo lo que es verdadero — “amados, ahora somos hijos de Dios” (I Juan 3:2).

Éste es el verdadero cuadro del hombre. Así lo vio Jesús, y este concepto correcto inevitablemente sana todo lo que es incorrecto. ¿Es difícil ver este concepto verdadero del hombre? Sí, a veces parecería ser muy difícil. Puede que haya una larga historia de injurias y animosidad, de miedo y envidia. Pero es posible cambiar normas establecidas, y el aceptar la naturaleza espiritual del hombre es el primer paso que debemos tomar para lograr este cambio. El mal es una mentira, no es una persona. Como lo hizo el Salvador, nosotros podemos rechazar el mal y aceptar el hombre y la mujer creados por Dios. No importa por cuanto tiempo hayamos seguido la misma norma, podemos cambiar cuando amamos lo suficiente para curar y ser curados, cuando amamos lo suficiente para reconocer la paternidad universal de Dios y la fraternidad universal del hombre, y cuando de todo corazón podemos darle la bienvenida a nuestro prójimo — quienquiera que sea y dondequiera que se encuentre con el afectuoso y expresivo saludo: “¡Salve, hijo de Dios!”

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