Era miércoles y todo el día me había sentido muy angustiada. Esa noche llamé a una practicista quien me consoló con inmenso amor. Yo estaba consciente de que ése no era mi estado natural como la hija bienamada de Dios. La armonía, el bienestar, la felicidad, el gozo vienen de la Mente divina, y eso no era de ningún modo lo que yo estaba sintiendo en ese momento.
De pronto, esa sensación de pesar desapareció y me olvidé del problema. Pero, minutos después, empecé a sentir un leve dolor en una muela. Oré, como había aprendido en la Christian Science, negando que la materia tuviera sensación o dolor porque no tiene inteligencia, y sabiendo que mi vida era realmente espiritual.
No obstante, a la mañana siguiente, el dolor era aún más intenso y el paladar había empezado a inflamarse. La idea de ir al dentista venía a mi pensamiento, pero decidí esperar y continuar orando. Ni siquiera les mencioné el dolor a mis compañeros de trabajo, sino que traté de insistir en mi naturaleza divina.
Tenía que dejar de aceptar las sugestiones de los sentidos físicos.
El viernes, el paladar se había inflamado considerablemente; me costaba hablar y el dolor de muela me impedía masticar, además se estaba extendiendo a la zona del cuello. Empecé a asustarme y a preguntarme si no debería consultar con un dentista. Soy bioquímica y trabajo en un hospital y aquella mañana el dolor era tal que no pude dejar de comentarlo. Uno de los médicos me recomendó que fuera de inmediato al dentista y empezara a tomar antibióticos. Agradecí el consejo y me retiré afirmando que mi única medicina es Dios. Al llegar a mi casa me llamó una amiga muy cercana que es médico y ella notó rara mi voz. Me preguntó qué me pasaba y entonces le comenté el problema. Ella quiso saber si ya había pedido turno con el dentista y cuando le dije que no, me indicó que tomara el mismo antibiótico que me habían recomendado en el trabajo. Le agradecí su preocupación pero le comenté que iba a quedarme tranquila y que esperaría hasta el lunes. Por supuesto, me dijo que no podía creer que actuara de esa manera y que la infección no se iba a ir a menos que la tratara con la medicación adecuada.
Recordé un pasaje de la Biblia, cuando Jesús sana a un muchacho endemoniado. Sus discípulos no habían podido sanarlo y le preguntaron a Jesús: “¿Por qué nosotros no pudimos echarle fuera? Y les dijo: Este género con nada puede salir, sino con oración y ayuno” (Marcos 9:28-29). Entonces comprendí que debía seguir orando y ayunar, es decir de admitir las pretensiones de los sentidos físicos, que me estaban mostrando un paladar inflamado y doloroso y un malestar insoportable al masticar.
Ese mediodía volví a llamar a la practicista y le comenté lo que estaba pasando. Me tranquilizaron mucho sus palabras recordándome mi naturaleza divina. Entonces leí en Ciencia y Salud: “No temáis que la materia pueda doler, hincharse e inflamarse como resultado de una ley de cualquier índole, cuando es evidente que la materia no puede tener dolor ni padecer inflamación. Vuestro cuerpo no sufriría debido a tensión o heridas más de lo que sufriría un tronco de árbol al que cortáis o el cordón eléctrico que estiráis, si no fuera por la mente mortal” (pág. 393). Esta idea realmente me ayudó muchísimo a entender que el dolor sólo estaba en mi pensamiento, que soy espiritual y no material y que “los sentidos del Espíritu están sin dolor y siempre en paz” (pág. 214). Me tranquilicé.
Entonces me llamó una amiga para invitarme a salir y, a pesar del dolor que continuaba y no podía masticar, acepté la invitación. Nada ni nadie podía esclavizarme, ni siquiera el dolor o la inflamación. Dios me hizo libre. El sábado amanecí sin dolor alguno y pude masticar normalmente. Aunque la inflamación del paladar continuaba, fue cediendo hasta desaparecer por completo el día lunes.
No tuve necesidad de acudir al dentista ni de tomar antibióticos. El reconocimiento de la Omnipotencia divina y de mi naturaleza espiritual me sanó.
Rosario, Argentina
