Cuando éramos nuevos en la Ciencia Cristiana, de esto hace ya varias décadas, llevamos a nuestros hijos pequeños de vacaciones a una granja. Pertenecía a una familia muy devota y yo les había hablado de mi religión, y ofrecido nuestra ayuda en esa activa época de la cosecha.
“¿Sabe usted manejar un tractor?”, me preguntaron. Yo no sabía ni me atrevía a hacerlo. Pero un día me pidieron que, “por el amor cristiano al prójimo”, los ayudara con una horquilla a cargar una gran pila de estiércol en el distribuidor de estiércol que tenían. Así que allí estaba yo con mis botas de goma junto al fornido granjero, con amor cristiano y determinación, tratando de echar sobre ese voluminoso carretón tanta cantidad de estiércol como ese hombre gigante.
Cuando finalmente el carretón estuvo lleno, él lo llevó a un campo cercano para distribuir el contenido, y yo tuve muy poco tiempo para recuperarme. Entonces Regó un vecino y me preguntó: “Bueno, ¿y cómo están tus manos?” Esa pregunta dio justo en el clavo porque si bien hoy tengo mi propio jardín y mi piel con callos, en aquel entonces, ¡no tenía ninguna de las dos cosas!
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