Hubo una época en que, ya fuera que perdiera el tren, escuchara un comentario indiscreto o se me pinchara una llanta de la bicicleta, yo reaccionaba con furia. A veces las situaciones que provocaban fuertes sentimientos de ira, desilusión, desesperación y temor, parecían importantes, y otras, muy insignificantes. Me sentía sacudido por las circunstancias externas, así como por mis propias emociones. Cuando me enfurecía, mis pensamientos se aceleraban a tal punto, que tenía que gritar o patear algún objeto. Esto me afligía mucho.
Puesto que en otros momentos de mi vida, gracias a la práctica espiritual, yo me había mantenido tranquilo, sentía paz interior y tenía un efecto conciliatorio con los demás, decidí concentrarme más en las cosas espirituales, y tener la constancia de dedicar una hora todas las mañanas al estudio de la Ciencia Cristiana.
Esto produjo un cambio notable. Semana tras semana, fui adquiriendo cada vez más confianza y seguridad. Aprendí a no tomar las cosas tan a pecho. Lo que me ayudó mucho, entre otros, fue el siguiente pasaje de Escritos Misceláneos 1883-1896: “Es nuestro orgullo lo que hace que la crítica ajena nos irrite, nuestra obstinación lo que hace ofensiva la acción ajena, nuestro egotismo el que se siente herido por la presunción ajena” (pág. 224).
Cuando las cosas no salían como yo quería, dejé de culpar a mis semejantes. En lugar de eso, me volvía a Dios en oración. Esto me ayudó a descubrir con qué abundancia se manifestaba el bien en mi vida. No obstante, también me di cuenta de que Dios no revelaba cambios en todos los aspectos de mi existencia al mismo tiempo. Siento que Dios me revela lo que necesito saber a un ritmo que puedo manejar con acierto. Cuando empecé a concentrarme en el bien que continuaba manifestándose cada vez más, ya no tuve la impresión de que me faltara algo. Más bien, tuve la convicción de que Dios, el Amor divino, me abrazaba y cuidaba de mí continuamente y con mucho amor.
Antes, en aquella difícil etapa de mi vida, acostumbraba a mirar con intensidad, como hechizado, la oscuridad que había en mi vida, o aquellas áreas en que no había un progreso visible. Lamentablemente, al hacer esto, me perdía de ver las hermosas cosas que Dios estaba desarrollando en mí y a mi alrededor, y no aprovechaba las oportunidades que esto traía.
Tuve la convicción de que Dios, el Amor divino, me abrazaba y cuidaba de mí continuamente y con mucho amor.
En cambio, con el tiempo, empecé a pensar cada vez más en el bien, y pude percibir y aprovechar las oportunidades que se me ofrecían. Por ejemplo, una amiga me había dicho por lo menos tres veces en un año, que en su equipo había un puesto abierto para el cual yo tenía las calificaciones necesarias. Por orgullo o falta de confianza en mi habilidad para hacer el trabajo, yo no había respondido las dos primeras veces, dudando de que existiera la posibilidad de trabajar allí. Mientras tanto, mi propio negocio hacía ya un tiempo que no tenía la demanda necesaria para producir suficientes entradas. Entonces me di cuenta de que Dios me estaba dando una clara indirecta y me presenté al puesto. Así que ahora tengo un trabajo de medio tiempo que me asegura lo necesario, nos da a mis clientes y a mí mucha alegría, y al mismo tiempo me permite continuar desarrollando mi propio negocio.
Tengo más ejemplos en otros aspectos de mi vida. Con la nueva perspectiva que alcancé de confiar en el cuidado de Dios, percibo y continúo viendo estos regalos y oportunidades, y aceptándolos. El siguiente pasaje del libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, ilustra el principio detrás de esto: “Mantén tu pensamiento firmemente en lo perdurable, lo bueno y lo verdadero, y los traerás a tu experiencia en la proporción en que ocupen tus pensamientos” (pág. 261).
Estoy muy contento de haber aprendido a recuperar y mantener mi estabilidad emocional; y ansioso de averiguar qué otros tesoros me puede brindar el estudio de la Ciencia Cristiana.
Berlín