Hubo una época en que, ya fuera que perdiera el tren, escuchara un comentario indiscreto o se me pinchara una llanta de la bicicleta, yo reaccionaba con furia. A veces las situaciones que provocaban fuertes sentimientos de ira, desilusión, desesperación y temor, parecían importantes, y otras, muy insignificantes. Me sentía sacudido por las circunstancias externas, así como por mis propias emociones. Cuando me enfurecía, mis pensamientos se aceleraban a tal punto, que tenía que gritar o patear algún objeto. Esto me afligía mucho.
Puesto que en otros momentos de mi vida, gracias a la práctica espiritual, yo me había mantenido tranquilo, sentía paz interior y tenía un efecto conciliatorio con los demás, decidí concentrarme más en las cosas espirituales, y tener la constancia de dedicar una hora todas las mañanas al estudio de la Ciencia Cristiana.
Esto produjo un cambio notable. Semana tras semana, fui adquiriendo cada vez más confianza y seguridad. Aprendí a no tomar las cosas tan a pecho. Lo que me ayudó mucho, entre otros, fue el siguiente pasaje de Escritos Misceláneos 1883-1896: “Es nuestro orgullo lo que hace que la crítica ajena nos irrite, nuestra obstinación lo que hace ofensiva la acción ajena, nuestro egotismo el que se siente herido por la presunción ajena” (pág. 224).
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