Una noche, hace varios años, regresé a casa y no podía encontrar la caja de fósforos para encender mi lámpara. Así que fui a darme una ducha a oscuras. Tan pronto empecé a lavarme, sentí una picadura en mi pie derecho. Instantáneamente sentí un dolor muy agudo. Pero, con la misma rapidez, aún antes de que tratara de determinar qué había ocurrido, me vino espontáneamente al pensamiento un suceso de la vida del Apóstol Pablo. El mismo se encuentra en el libro de Hechos, capítulos 27 y 28 de la Biblia.
Cuando Pablo era transferido en barco, como prisionero, a Italia, la nave fue destruida por una tormenta. Salvados por la divina providencia, toda la tripulación y los pasajeros, incluso Pablo, se encontraron en la isla de Melita. Para alimentar el fuego que el amable pueblo de la isla había iniciado para secar y calentar a los extranjeros del naufragio, Pablo recogió algunas ramas. Al ponerlas sobre el fuego, una víbora salió de ellas y lo mordió. Pablo simplemente sacudió la víbora y no sufrió daño alguno. La gente de la isla esperaba que él muriera rápido. Pero después de esperar un rato largo, se dieron cuenta de que nada le pasaba, y dijeron que era un dios.
¿Era él realmente un dios? Los isleños pensaron que él era extraordinario, invulnerable. Pero de hecho, Pablo comprendía que él era espiritual, la expresión de Dios. La materialidad no podía tocar su naturaleza espiritual. Él sabía que no era un dios, sino que había sido creado a imagen y semejanza del único Dios. Pensé en lo que explica Mary Baker Eddy en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Lo temporal y lo irreal nunca tocan lo eterno y lo real. Lo mutable y lo imperfecto nunca tocan lo inmutable y perfecto. Lo inarmónico y lo que se destruye a sí mismo nunca tocan lo armónico y existente de por sí” (pág. 300).
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!