Tiempo atrás fui a hacer una caminata por los Alpes de Suabia [cadena montañosa de baja altitud del sur de Alemania]. A lo lejos vi las ruinas de un castillo que estaban iluminadas por los rayos del sol y parecían invitarme a presenciar la puesta del sol desde allí.
Yo salgo de excursión con mucha frecuencia y me sentí confiada de que podría llegar allí antes del atardecer. Pero el cartel del sendero me dirigió a la parte de atrás de la montaña. Caminé y caminé, y de pronto empecé a preocuparme. ¿Era este el camino correcto? Seguía ascendiendo gradualmente por la montaña y me llevaba en una dirección que me alejaba de las ruinas del castillo. ¿No había alcanzado a ver otro cartel con indicaciones? ¿Sería mejor que regresara?
A pesar de estas preocupaciones, continué avanzando cada vez más rápido. Me vino a la mente la idea de un laberinto. Pero no me refiero a los que a menudo se hacen en los maizales en el otoño, con muchas sendas que no llevan a ningún lugar. Un laberinto, en su sentido más preciso, es un símbolo antiguo de principios del cristianismo. Tal vez el más conocido sea el laberinto de la Catedral de Chartres.
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