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“Este es el camino, andad por él”

Del número de enero de 2013 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Original en alemán 


 Tiempo atrás fui a hacer una caminata por los Alpes de Suabia [cadena montañosa de baja altitud del sur de Alemania]. A lo lejos vi las ruinas de un castillo que estaban iluminadas por los rayos del sol y parecían invitarme a presenciar la puesta del sol desde allí. 

Yo salgo de excursión con mucha frecuencia y me sentí confiada de que podría llegar allí antes del atardecer. Pero el cartel del sendero me dirigió a la parte de atrás de la montaña. Caminé y caminé, y de pronto empecé a preocuparme. ¿Era este el camino correcto? Seguía ascendiendo gradualmente por la montaña y me llevaba en una dirección que me alejaba de las ruinas del castillo. ¿No había alcanzado a ver otro cartel con indicaciones? ¿Sería mejor que regresara? 

A pesar de estas preocupaciones, continué avanzando cada vez más rápido. Me vino a la mente la idea de un laberinto. Pero no me refiero a los que a menudo se hacen en los maizales en el otoño, con muchas sendas que no llevan a ningún lugar. Un laberinto, en su sentido más preciso, es un símbolo antiguo de principios del cristianismo. Tal vez el más conocido sea el laberinto de la Catedral de Chartres.

Cuando uno entra a este laberinto, cada paso lleva inevitablemente hacia el centro. El camino tiene muchos recovecos y vueltas. En algunas partes, uno piensa que casi ha llegado a destino, pero un momento después el camino regresa casi totalmente a donde comenzó, y sin embargo uno sigue avanzando constantemente y con seguridad hacia el centro. Es imposible perderse. 

De camino a las ruinas del castillo me venían al pensamiento imágenes y reflexiones de experiencias anteriores, así como útiles pasajes de los escritos de Mary Baker Eddy y de la Biblia. 

El laberinto es un símbolo o ilustración de la vida como un todo completo. No importa dónde me vea en mi presente experiencia de vida —ya sea que esté al comienzo o en un empezar de nuevo, en un camino derecho donde toda va bien, en un punto decisivo, más o menos en el medio, o en un destino largamente ansiado—siempre estoy dentro de un círculo perfecto de plenitud. 

Mary Baker Eddy escribe en La unidad del bien: “La Vida es Dios, o Espíritu, el eterno suprasensible. El universo y el hombre constituyen los fenómenos espirituales de esa Mente única e infinita. Los fenómenos espirituales jamás convergen hacia otra cosa que no sea la Deidad infinita. Sus gradaciones son espirituales y divinas; no pueden desplomarse ni decaer hasta el punto de convertirse en sus opuestos, porque Dios es su Principio divino. Ellos viven porque Él vive, y son eternamente perfectos porque Él es perfecto, y los gobierna en la Verdad de la Ciencia divina, de la cual Dios es el Alfa y la Omega, el centro y la circunferencia” (pág. 10). 

Al tener a Dios como el centro y la circunferencia, el fenómeno espiritual de la Mente infinita, el hombre y el universo, no alcanzan la perfección sólo a través de determinados pasos. La perfección es un hecho que ya está presente. Aquí mismo. Ahora mismo. 

Pero con frecuencia, ¿no parecería que fuera justamente lo contrario? ¿No parecería que vivimos como mortales imperfectos junto a otros mortales imperfectos en un mundo finito e imperfecto? ¿Acaso no parecería como que primero tenemos que evolucionar de un mortal imperfecto a un ser espiritual y perfecto? 

Probablemente la mayoría de nosotros se ha sentido a veces literalmente obligado a cambiar algo en su experiencia de vida para poder avanzar, para progresar. Tal vez a veces sintamos que esto es como una carga dolorosa. Sin embargo, en la infinitud de la Mente divina lo único que podemos vivir y expresar de manera consciente, es nuestra perfección espiritual. No es nuestro esfuerzo por alcanzar la perfección lo que determina nuestros pasos, sino lo que somos como expresión de la Mente divina.

En esta unidad indestructible de Mente e idea, todo el ser jamás puede ser otra cosa más que la expresión o desenvolvimiento de la perfección eterna y la armonía infinita.

Al evaluar la situación, lo que parecían ser dudas acerca de haber tomado o no el camino correcto, era simplemente un “empujoncito” de la Verdad y el Amor divino. El Principio divino perfecto hace que sea imposible perderse. Opera perpetuamente para corregir, guiar, proveer y crear un equilibrio. 

El lenguaje de la Biblia lo expresa de la siguiente manera: “Entonces tus oídos oirán a tus espaldas palabra que diga: Este es el camino, andad por él; y no echéis a la mano derecha, ni tampoco torzáis a la mano izquierda“ (Isaías 30:21). No podemos menos que ser la expresión ordenada y determinada del Principio divino perfecto e infinito, el Amor, de la manera en que esta Mente inteligente y benigna desenvuelve dicha expresión en nuestra consciencia ahora mismo y en todo momento. 

En el Evangelio según Mateo también leemos acerca del camino “angosto” (7:14) que aparentemente es difícil de encontrar, y que Mary Baker Eddy describe en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras de la siguiente manera: “Todo lo que realmente existe es la Mente divina y su idea, y en esta Mente se encuentra que el ser entero es armonioso y eterno. El camino recto y estrecho es ver y reconocer esta realidad, ceder a este poder y seguir las indicaciones de la verdad” (pág. 151).

Aquí nuevamente, el claro razonamiento de Mary Baker Eddy comienza con la Mente divina. En esta unidad indestructible de Mente e idea, todo el ser jamás puede ser otra cosa más que la expresión o desenvolvimiento de la perfección eterna y la armonía infinita. Lo que llamamos intuición o inspiración, lo que sentimos como un impulso, escuchamos como una voz interior o percibimos como un “empujoncito”, nunca lo recibimos de afuera. Es la perfección del Amor infinito, la presencia de la Mente infinita, la única Vida, que se desenvuelve perpetuamente en y como sí misma, como una idea infinita, siempre completa, jamás fragmentada o material, aunque a veces nos parezca que estamos “caminando por la senda”, “dando pasos”, “pensando pensamientos”, o “tratando de alcanzar metas”. 

En mi caminata, muy pronto llegué a una curva muy acentuada. El camino ahora iba derecho hacia arriba, aunque era bastante empinado hacia el final. Muy pronto llegué a destino, justo a tiempo para poder disfrutar de un bellísimo cielo y un atardecer de resplandeciente color anaranjado. Cuando descendía, descubrí un atajo por el que bajé corriendo. Llegué en poco tiempo al valle antes de oscurecer. Fue una experiencia muy enriquecedora e inolvidable. ¡Y qué bendición es la revelación de que Dios es el centro y la circunferencia del ser!”

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