En una ocasión tuve que viajar a una zona de Honduras que está a unas cinco horas de mi casa para colaborar con el levantamiento de inventario de una tienda. Ni bien llegué, me llevaron a comer mariscos e inmediatamente después nos dirigimos al trabajo. Al poco rato, un sudor helado comenzó a rodarme por la frente y me sentí tan inestable físicamente que pensé que iba a perder el conocimiento. Se lo atribuí al calor, que bordeaba los 40° C, por lo que me compré una bebida revitalizante para ver si lograba reponerme. Sentía tantas náuseas que la encargada de la tienda me dio unos sobrecitos con medicamento para el estómago; los tomé, pero seguía mal. Al día siguiente, regresé a mi casa y como el malestar desapareció, dejé de darle importancia.
Sin embargo, pocos días después me volvió la alta temperatura junto con fuertes dolores en todo el cuerpo. Consulté con un médico, quien al principio pensó que mi sangre se había intoxicado con los mariscos que había comido, y me recetó unas pastillas. Pero como los dolores continuaban, finalmente diagnosticó una severa infección renal, y que debido a mi condición no podía tomar más medicamentos.
En esa época yo tenía mucho trabajo en mi oficina y mi jefe me exigía trabajar los sábados. Así que, sintiéndome muy mal, comencé a tomar unas diez pastillas diarias para disminuir la fiebre, soportar el dolor y la debilidad.
Finalmente consulté con un especialista quien solicitó un análisis. El resultado fue que tenía lupus.
Durante un año, fui internada un par de veces y los análisis no seguían dando muchas esperanzas. Al punto de no poder levantarme de la cama, recuerdo que un día oré y le pedí a Dios que me ahorrara el sufrimiento y me llevara, pues no quería quedar postrada y ser una carga para mis padres. Aun pensé que no me quedaban muchos días de vida.
Entendí que mi vida no podía estar contaminada por mal alguno.
Mi hermana sabía que varios años atrás yo había estudiado la Ciencia Cristiana, así que llamó a una amiga mía que es practicista de esta Ciencia y le contó lo que me sucedía. Yo incluso había recibido Instrucción en Clase de Ciencia Cristiana, pero como en esa época tenía mucho trabajo, además de estar estudiando en la universidad, me alejé de la iglesia y dejé de practicar lo que había aprendido en esa clase.
Cuando recibí la llamada de la practicista, recuerdo que sus palabras me conmovieron tanto que me hicieron llorar. Sentí un gran alivio al escuchar que lo único que estaba presente era la sustancia divina del Espíritu, el bien. Entendí que mi vida no podía estar contaminada por veneno alguno. Sentí paz y también alegría al saber que Dios y Su creación perfecta están por siempre presentes. Ella comenzó a orar por mí de inmediato cuando se lo solicité.
Mi hermana me apoyaba leyéndome citas de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy. Entre ellas, la siguiente: “El Principio divino es la Vida del hombre. … La Verdad no está contaminada por el error. La armonía en el hombre es tan bella como en la música, y la discordancia es innatural, irreal” (pág. 304).
Al tercer día, comencé a hacer las tareas de mi casa. De allí en adelante todo volvió a la normalidad, y con gratitud
reanudé mi estudio de la Ciencia Cristiana. La curación fue completa.
Me di cuenta de que muchas veces el pensamiento mortal nos sugiere que no oremos, pues no sabemos cómo hacerlo, e insiste en que ya no suceden curaciones como en tiempos de Jesús. En lugar de rebelarnos contra estas sugestiones, las aceptamos creyendo que la oración no es eficaz, y nos sometemos al sufrimiento. Muchas veces, sólo cuando agotamos toda instancia humana corremos a los brazos del Amor divino que, siempre misericordioso, como un Padre, nos recibe con todo cariño y nos sana.
Esta experiencia me ayudó a comprender la necesidad de estar siempre alerta para no afanarnos, como dice la Biblia (véase Mateo 6:25), por los desafíos de la vida, que nos quisieran hacer descuidar lo que es verdaderamente importante: mantener abierta nuestra comunicación con Dios, nuestro Padre-Madre.
Tegucigalpa
