En una ocasión tuve que viajar a una zona de Honduras que está a unas cinco horas de mi casa para colaborar con el levantamiento de inventario de una tienda. Ni bien llegué, me llevaron a comer mariscos e inmediatamente después nos dirigimos al trabajo. Al poco rato, un sudor helado comenzó a rodarme por la frente y me sentí tan inestable físicamente que pensé que iba a perder el conocimiento. Se lo atribuí al calor, que bordeaba los 40° C, por lo que me compré una bebida revitalizante para ver si lograba reponerme. Sentía tantas náuseas que la encargada de la tienda me dio unos sobrecitos con medicamento para el estómago; los tomé, pero seguía mal. Al día siguiente, regresé a mi casa y como el malestar desapareció, dejé de darle importancia.
Sin embargo, pocos días después me volvió la alta temperatura junto con fuertes dolores en todo el cuerpo. Consulté con un médico, quien al principio pensó que mi sangre se había intoxicado con los mariscos que había comido, y me recetó unas pastillas. Pero como los dolores continuaban, finalmente diagnosticó una severa infección renal, y que debido a mi condición no podía tomar más medicamentos.
En esa época yo tenía mucho trabajo en mi oficina y mi jefe me exigía trabajar los sábados. Así que, sintiéndome muy mal, comencé a tomar unas diez pastillas diarias para disminuir la fiebre, soportar el dolor y la debilidad.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!