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Artículo de portada

La alegría de la Pascua

Del número de marzo de 2013 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Escrito originalmente en inglés, este artículo fue publicado en la edición del 2 de abril de 2011 del Christian Science Sentinel.


 Se podría decir que cuando el Maestro fue arrestado, flagelado, cruelmente despreciado y crucificado, los discípulos se sintieron muy desorientados. Temporalmente, perdieron de vista en gran parte lo que les había enseñado. Jesús les había anticipado que esto le ocurriría, incluso que sería crucificado, y más importante aún, que iba a resucitar. ¿Acaso no le creyeron? ¿Tenían la misma duda que manifestó Tomás cuando se enteró de que Jesús había resucitado de la tumba? ¿Tal vez la promesa de vida eterna de Jesús sonaba maravillosa pero iba más allá de lo que los discípulos podían honestamente comprender? 

¿Acaso una profunda comprensión de la vida eterna es demasiado para que nosotros podamos percibirla? A mí, como a ustedes, me encanta la promesa de vida eterna que enseña tan claramente la Ciencia Cristiana. Este hecho maravilloso se menciona muchas veces en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras. La autora de este estupendo libro, Mary Baker Eddy, lo comprendió profundamente, y con frecuencia he reflexionado sobre lo que ella con tanta valentía afirma en ese libro: “Si tú o yo pareciéramos morir, no estaríamos muertos” (pág. 164). También he considerado seriamente lo que quiso decir Jesús cuando dijo: “El que guarda mi palabra, nunca verá muerte” (Juan 8:51). 

¿Morir, pero no estar muerto? ¿Nunca ver la muerte? Hermosas promesas. ¿Pero qué necesitamos para comprenderlas? A veces se necesita lo que pareciera ser una experiencia de mucho sufrimiento. 

Hace varios años, mi esposo fue diagnosticado con otra enfermedad terminal. (Unos veinte años atrás había sido diagnosticado con otra enfermedad que superó totalmente, creo que en gran parte gracias a que su esposa [yo] estuvo a la altura de las circunstancias negándose a creer en la enfermedad y en la muerte. Pero esa es otra historia.) Él había estado casado con una Científica Cristiana por más de 30 años y había sido testigo directo de las curaciones increíbles que yo había tenido. Si bien, sintió el toque sanador de la comprensión y valentía que expresé ante otros problemas físicos que él había tratado con la medicina a lo largo de los años, él optó por usar medios médicos, en lugar de la Ciencia Cristiana para prolongar su vida tanto como fuera posible. Yo prometí cuidarlo de la manera que él había elegido. Permanecí siempre a su lado, durante las distintas internaciones en el hospital, o junto a su cama en casa, mientras él luchaba en vano para seguir viviendo.   

Durante todos esos meses, me mantuve firme, constantemente negándome a creer que la enfermedad tuviera algún poder o realidad, aferrándome al hecho espiritual de que Dios no conoce la enfermedad o la muerte, y, por lo tanto, yo tampoco podía conocerlas. Atendí a mi esposo de la forma y con los medios que él eligió. Sentí que era fiel al espíritu de la Regla de Oro, haciendo por él lo que yo hubiera querido que él hiciera por mí. Sé en el fondo de mi corazón que si hubiera sido al revés, él habría estado a mi lado, haciendo todo lo que podía por mí y respetando mi decisión de apoyarme fielmente en la Ciencia Cristiana. Yo no podía hacer menos por él. 

En las últimas semanas, mientras cuidaba de él día y noche en casa, me pregunté si lo que yo sentía no sería similar a lo que sintieron las mujeres que estaban al pie de la cruz. No era un sentido de impotencia, sino de paciente y persistente espera confiando en que el Cristo cambiaría la escena. Yo también estaba a la espera de que se invirtiera totalmente la trágica condición humana que tenía ante mis ojos.

Lo único que existe es la vida.

Entonces, una mañana nublada y gris, mientras lo sostenía y le limpiaba sus cejas, le hablé con una increíble autoridad y poder que no había conocido antes. Grité cada palabra muy claramente: “¡Nada puede convencerme de otra cosa más que la vida!” En menos de 30 segundos él falleció. Al igual que las mujeres al pie de la cruz, me puse a llorar. Pero fue tan solo un momento, porque tan pronto como dije esas palabras y él dio su último suspiro, percibí lo que Jesús pudo haber querido decir cuando dijo que aquellos que guardan sus enseñanzas nunca verían la muerte. Tal vez no quiso decir que sus seguidores jamás verían a alguien morir. En cambio quizás quiso decir que sus seguidores dejarían de tener toda creencia en la muerte, aun cuando la evidencia ante sus ojos dijera lo contrario. Si bien no puedo explicar todo lo que sentí y supe en aquel momento, les aseguro que estuve totalmente convencida de que la muerte no existe; que lo único que existe es la vida; que en realidad mi esposo jamás había vivido en lo físico ni tampoco había muerto y salido de lo físico. Nunca había estado más segura de lo que dice la Sra. Eddy y que tanto me gusta: “Si tú o yo pareciéramos morir, no estaríamos muertos”.  

Mi esposo falleció un jueves por la mañana. El domingo muy temprano, me desperté con esta frase de Ciencia y Salud virtualmente cantando en mi corazón: “…al tercer día de su pensamiento ascendente…” (pág. 509). Esto se refiere a la resurrección de Jesús después de haber estado tres días en la tumba. Bueno, hacía unos tres días que mi esposo había fallecido, de modo que estuve alerta para ver qué podía aprender de esa simple, reconfortante y querida frase. Casi de inmediato, pensé que aunque no significaba que mi esposo había implícitamente ascendido (como Jesús había hecho 40 días después de la resurrección), sí quería decir que el pensamiento de mi esposo ciertamente estaba ascendiendo; que él seguía avanzando, sin mirar hacia atrás; que no estaba pensando en lo que le había ocurrido tres días antes, o durante esos meses difíciles; que no estaba mirando atrás para ver si yo y el resto de su familia estaban bien. Él sabía que estábamos bien. Él seguía avanzando, elevándose en su comprensión de la vida. Y yo también sabía que eso era cierto de mí. Yo seguía avanzando, y tampoco necesitaba mirar atrás. 

Aunque eso ocurrió a mediados de mayo para mí realmente fue una mañana de Pascua. Fue indescriptible la alegría que sentí al saber que su pensamiento estaba ascendiendo en nuevas formas de las que yo no formaba parte. Aquella mañana el sentimiento que tenía de mi esposo cambió radicalmente; pasé de pensar de él como mortal, el esposo a quien yo había amado y que acababa de morir, a verlo y conocerlo realmente como una expresión indestructible, inmortal, preciada y amada de Dios. Esa alegría y afecto espiritual, esa profunda comprensión, ha permanecido conmigo cada día desde entonces. Cada vez que pienso en él sólo me embarga la alegría de saber que él vive; de saber que siempre ha sido y siempre será una idea de Dios que se desarrolla eternamente. Y tengo la certeza de que él también conoce la alegría de descubrir en cierta medida lo que Jesús tanto quería que todos comprendiéramos sin jamás dudar, que en realidad nadie nunca muere. 

La alegría de la mañana de Pascua nos espera a cada uno y a todos.

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