Las olas eran enormes. Estaba con mi familia en la isla de Kauai, en Hawaii, haciendo un recorrido de 17 millas (27 km) en kayak, en el océano. Nuestra hija había hecho este mismo viaje varios meses antes y el mar estaba más tranquilo que las apacibles aguas de un lago. Pero ese día, el viento comenzó a soplar con tanta fuerza que el oleaje era impresionante y daba temor. De hecho algunos de los kayaks de nuestro grupo se volcaron, y volverse a subir a ellos era todo un desafío.
Nunca en mi vida había orado con tanta persistencia durante tanto tiempo. Mientras remaba, iba declarando la omnipresencia de Dios y expresando a la vez mi gratitud y admiración por el poder de las olas y por la magnífica vista de la costa, incluso por los animales que se cruzaban en nuestro camino.
Este pasaje de la Biblia estaba constantemente en mi pensamiento: “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra” (Salmo 139:7-10). Jamás había percibido con tanta claridad esta declaración, como lo hice durante las primeras 12 millas (19 km) de este viaje.
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