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El Señor de las respuestas

Del número de julio de 2013 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Original en español


Las olas eran enormes. Estaba con mi familia en la isla de Kauai, en Hawaii, haciendo un recorrido de 17 millas (27 km) en kayak, en el océano. Nuestra hija había hecho este mismo viaje varios meses antes y el mar estaba más tranquilo que las apacibles aguas de un lago. Pero ese día, el viento comenzó a soplar con tanta fuerza que el oleaje era impresionante y daba temor. De hecho algunos de los kayaks de nuestro grupo se volcaron, y volverse a subir a ellos era todo un desafío. 

Nunca en mi vida había orado con tanta persistencia durante tanto tiempo. Mientras remaba, iba declarando la omnipresencia de Dios y expresando a la vez mi gratitud y admiración por el poder de las olas y por la magnífica vista de la costa, incluso por los animales que se cruzaban en nuestro camino.

Este pasaje de la Biblia estaba constantemente en mi pensamiento: “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra” (Salmo 139:7-10). Jamás había percibido con tanta claridad esta declaración, como lo hice durante las primeras 12 millas (19 km) de este viaje.  

No, el viento no se calmó, pero comenzó a soplar en la dirección en que íbamos, y hubo momentos cuando parecía como que una mano invisible literalmente empujaba nuestros kayaks con todas sus fuerzas hacia nuestro destino; tanto fue así que terminamos el viaje a salvo, y ¡en dos horas menos de lo esperado! Las últimas cinco millas (8 km) del recorrido fueron tranquilas y disfrutamos mucho al ver los delfines y tortugas de mar que pasaban cerca de nosotros. 

Cuando oro, como hice aquel día, pienso con frecuencia en la definición de Dios que ofrece Mary Baker Eddy, como “el gran Yo Soy; el que es todo-conocimiento, todo-visión, todo-acción, todo-sabiduría, todo-amor, y es eterno;  … Principio; Mente” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 587). Ella escribe que la Mente, cuyo símbolo es la esfera, es la fuente de todo movimiento, y nada puede detener su acción perpetua y armoniosa (véase Ciencia y Salud, págs. 240 y 283). 

La ley de Dios, la ley del Amor, nos libera de todas las limitaciones y condiciones inarmónicas, incluso del pecado y de la enfermedad.

A mí me gusta imaginar esta esfera divina girando constantemente, revelándonos a cada instante la creación espiritual y perfecta de Dios; una creación que es visible para nosotros aquí mismo, ahora mismo; una creación gobernada por el Principio divino, el único y solo legislador, cuyas leyes son buenas, sabias, inteligentes, justas y armoniosas, las únicas leyes que gobiernan cada aspecto de nuestra vida. 

Al estar conscientes de esta creación espiritual y el lugar que ocupamos en ella, nos resulta más fácil desafiar las llamadas leyes materiales que la mente mortal (lo que la Biblia denomina “mente carnal” en Romanos 8:7) constantemente trata de imponernos. Estas leyes falsas afirman que no estamos bajo el tierno control de Dios; que podemos ser víctimas de fuerzas físicas y ambientales fuera de Su gobierno, o que nuestros logros están limitados por fuerzas económicas o sociales, como son la edad, el género o la etnicidad. Pero la ley de Dios, la ley del Amor, nos libera de todas las limitaciones y condiciones inarmónicas, incluso del pecado y de la enfermedad.  

A mí me resulta muy útil el pasaje de la Biblia que dice: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios”, cuando enfrento todo tipo de desafíos (Salmo 46:10). El mandato está dividido en lo que son para mí dos partes igualmente importantes. 

Mantenernos en quietud espiritual y tener una fe inamovible en la Mente divina es oración constante.

La primera, “Estad quietos” sugiere que necesitamos mantenernos tranquilos y dejar de especular acerca de lo que va a suceder. Estoy de acuerdo en que esto a veces es difícil de hacer, pero cuando comprendemos aunque sea un poco la naturaleza de Dios, podemos confiar en que Él puede ayudarnos y lo hará. 

Ahora bien, el mandato de “estar quietos” no significa que no tenemos que hacer nada. Mantenernos en quietud espiritual y tener una fe inamovible en la Mente divina es oración constante. 

La segunda parte de ese pasaje de Salmos, “conoced que yo soy Dios”, nos insta a reconocer con convicción, que Dios, el bien, es la única presencia, el único poder, la única Mente y legislador, y que el error o mal, por más impresionante que parezca, no tiene poder alguno. Cuando tomamos consciencia de que el error, ya sea temor, dolor, depresión, enfermedad, es simplemente una creencia falsa, podemos corregir esta creencia y reemplazarla con la verdad acerca de Dios y el hombre real y espiritual. Entonces el temor desaparece. Los problemas se resuelven. Experimentamos una renovación espiritual. Somos sanados. 

Un día, me estaba preparando para ir a trabajar, cuando noté que tenía un pequeño bulto en la parte baja del abdomen. De inmediato empecé a orar para permanecer mentalmente quieta y pensar en las cualidades espirituales que expreso como hija de Dios. 

Aquel día en el trabajo tenía que grabar por teléfono una entrevista para el programa radial de El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Durante la entrevista la señora me contó una curación que había tenido su nieta cuando tenía apenas unos meses de vida. 

Su hija la había llamado para contarle que la bebé tenía un bulto en el pecho y que el médico había dicho que tal vez habría que operarla. Esta señora con mucho amor calmó los temores de su hija y la ayudó a ver que la bebé era pura e inocente y, por lo tanto, no podía sufrir; que la niña estaba sana porque era realmente la imagen y semejanza de Dios, y que Dios jamás manda ningún mal o enfermedad a Sus hijos. La mujer declaraba estas verdades con tanta convicción y vehemencia, que yo empecé a sonreír y a agradecer a Dios, porque ella, sin saberlo, me estaba apoyando a mí en mis oraciones. 

A la mañana siguiente, no me sorprendió de ninguna manera comprobar que el bulto había desaparecido por completo. 

A menudo me pregunto: “¿A quién voy a recurrir, Padre, sino a Ti?” Él es realmente el Señor de las respuestas, el Señor de las soluciones, el Señor de la inspiración. Podemos estar quietos y saber que este Amor divino es lo único que necesitamos.

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